"SUBNORMAL"
Recuerdo de mi adolescencia
burgalesa la entidad Aspanias, acrónimo de “Asociación de Padres de Niños y
Adultos Subnormales”; a beneficio de la cual organizábamos festivales, o
programas de radio en que los oyentes aportaban donativos. Durante las
Navidades cantábamos por las calles, con guitarras y zambombas, y pedíamos
ayudas para ellos. Y decíamos sin ninguna intención aviesa, sino todo lo
contrario, que promovíamos esas iniciativas “a beneficio de los subnormales de
Burgos”. Empleábamos esa palabra para no pronunciar "mongólico" y con
todo el cariño, con esa ternura con la que mirábamos a Chini, la hermana de
Nacho, o con la que saludábamos al hombre que vendía cigarrillos por las
esquinas y que siempre sonreía
Algo pasó, pero con el tiempo se
nos afeó este uso. Nos hicimos adultos y, por respeto a quienes nos proponían
un cambio de términos, los sustituimos por otros que luego serían reemplazados
sucesivamente: minusválidos, deficientes, retrasados, disminuidos… Vemos otra
vez el efecto dominó que definió el lingüista norteamericano Dwight Bolinger
(Language: The Loaded Weapon,1980) para este tipo de palabras: las que hoy nos
parecen buenas se acaban convirtiendo en malas.
Aspanias (que ya ha cumplido 50
años) mantiene la misma entereza y las mismas letras del acrónimo, pero ahora
su nombre oficial es Asociación de Padres y Familiares de Personas con
Discapacidad Intelectual y del Desarrollo (ha desaparecido la voz
“subnormales”).
No obstante, la 23ª edición del
Diccionario de la Real Academia ha mantenido intacta la entrada “subnormal”,
sin incorporar marca alguna sobre su eventual carácter despectivo: “Dicho de
una persona: Que tiene una capacidad intelectual notablemente inferior a lo
normal”.
De ese modo, el vocablo se
refiere a quien sufre una discapacidad concreta, sin que su uso deba implicar
menosprecio.
Un problema distinto es que se
llame “subnormal” a quien no lo es.
“Messi, Messi, Messi,
subnormaaaal...”.
Eso gritan algunos centenares de
infames en el estadio Bernabéu, y también un niño que se sienta unas filas
detrás de mí.
Pero el insulto se dirige no
contra una persona subnormal sino contra alguien, por el contrario,
supranormal. (Ya quisieran ellos parecerse en algo a Messi).
Tal insulto, paradójicamente,
lleva consigo el reconocimiento de la falsedad que profiere. Por eso es un
insulto: no intenta enunciar como hacíamos nosotros en nuestras “colectas para
los niños subnormales”, sino dañar. Y el daño se recibe más con la intención
que con la palabra misma. El solo intento de dañar ya produce un daño.
En algunos casos, ese empleo
malintencionado de palabras, agresivo, injusto, ha conseguido desplazar al
desprovisto de mala voluntad. El insulto lo alteró todo.
Por eso “negro” se sustituye con
frecuencia por “persona de color” o, en el caso de los negros estadounidenses,
por “afroamericano”. (Como si los blancos no fuéramos también “de color”: de
color blanco; o como si los negros de América debieran distinguirse con una
palabra distinta de la que corresponde a los negros de Europa o de África, a
los que en consecuencia deberíamos llamar afroeuropeos o afroafricanos; o como
si la raza blanca no procediera también en última instancia de África).
El respeto y la buena voluntad
llevan a esos cuidados, como es lógico; vale la pena excederse con su uso antes
que causar el más mínimo dolor. Y puesto que de intenciones hablamos, hemos de
ver lo bueno que hay también en éstas.
Pero la palabra “negro” en sí
misma no discrimina ni insulta, como tampoco “moro”, “gitano”, “subnormal”,
“minusválido”, “indio”, “judío”… si nuestro ánimo no implica desconsideración o
racismo. Y me pregunto si no valdría la pena que esos términos ganasen el
terreno que es suyo, y que algún día lográsemos desproveerlos de toda
connotación para que tomaran su valor de pleno derecho en una sociedad de
iguales. Si todas esas palabras circularan con normalidad, eso sería señal de
que están curadas ellas; y nosotros también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario