viernes, 28 de marzo de 2014

LITERATURA UNIVERSAL: PESSOA

A continuación podéis leer un artículo muy instructivo del afamado crítico George Steiner sobre Pessoa:

Steiner


Agradecemos desde aquí las indicaciones que el señor Jõao Beja, autor de la preciosa ilustración que acompaña a esta entrada, nos da sobre dónde consultar su obra, y que os enlazo a continuación:

João Beja (I)

João Beja (II)

Gosteis imenso dos seus desenhos. Muito obrigado!!!

viernes, 21 de marzo de 2014

3º ESO: ORÍGENES DE LOS SIGNOS DE PUNTUACIÓN

En el siguiente artículo, publicado en el periódico El Mundo el 1 de marzo de 2014, se ofrece un acercamiento a los orígenes de los signos de puntuación.

VIVIR SIN COMAS


Ni los romanos ni los griegos tenían comas ni puntos y comas ni puntos y tampoco les fue tan mal así que mejor no llevarse las manos a la cabeza si un profesor de Columbia dice que claro que sí que las comas van a desaparecer y que tampoco será para tanto porque al fin y al cabo ya puntuamos nuestros mensajes de móvil como el que echa maíz a las gallinas que donde caiga la coma allí que se quedó y si los filólogos consultados por el mundo dicen que qué locura es ésta habrá que recordarles que ni los romanos ni los griegos tenían comas etcétera etcétera etcétera .

La costumbre es fuente de Derecho, sobre todo en el lenguaje. Y la costumbre que nos puede a todos es la de la pereza, la de no poner el punto al final del mensaje del móvil, la de olvidarnos de las comas después de los vocativos, la de saltarnos el signo de interrogación de apertura. Hasta aquí, todo es más o menos obvio. Lo nuevo es que un profesor de la Universidad de Columbia, John McWhorter, ha dicho que claro que van a desaparecer las comas y que tampoco pasará nada el día que eso ocurra, que los idiomas pueden funcionar perfectamente bien sin guardias de tráfico.

«Posible, sí es posible. De hecho, en los textos latinos clásicos no había signos de puntuación, ni acentuación gráfica ni siquiera un sistema de reglas para diferenciar mayúsculas y minúsculas», explica Salvador Gutiérrez, académico de la RAE y director de la Escuela de Gramática Emilio Alarcos Llorach la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. «Sin embargo, la aparición de estos sistemas representó un innegable avance en la escritura. Eliminarlos, representaría un evidente retroceso».

¿No están las comas desde siempre? «No, no las ha habido siempre. Los primeros intentos de puntuar los textos son de Aristófanes, que ponía marcas en sus textos. En la Edad Media hubo más tentativas. Los escribanos empleaban un punto en lo alto para marcar el final de un periodo, un punto en medio para separar unidades gramaticales menores y un punto bajo, que ya llamaban coma, para separaciones más pequeñas». El que habla ahora es Leonardo Gómez Torrego, filólogo del CSIC y miembro del Consejo Asesor de la Fundación del Español Urgente, Fundéu-BBVA.

«Esas tentativas de puntuación estaban en función de las pausas en la pronunciación, y claro, las pausas son muy libres, cada uno las hace como quiere», continúa Gómez Torrego. «Con la imprenta, los intentos se hacen más serios», prosigue. «Nebrija, por ejemplo, estuvo en esa tarea, aunque era demasiado ortodoxo, estaba muy pegado a la tradición clásica, y fue muy tímido».

«En realidad, toda la puntuación fue muy tentativa hasta que apareció la Real Academia Española. En el siglo XVII ya había comas, puntos y puntos y comas», explica Gómez Torrego.

«A partir de ahí, el trabajo se fue perfilando poco a poco, la puntuación dejó de estar en función de la entonación y tomó la función de desambiguar: evitar que hubiera ambigüedades semánticas en los textos, primero; separar los elementos sintácticos, después...».

Y ahora que ya estamos presentados, ¿es verdad que la puntuación es una zona gris del idioma, de los idiomas? Se podría pensar que, ya que lo normal es puntuar mal, ¿no será que la norma es demasiado severa? Volvemos a lo de la costumbre como fuente de Derecho. «El sistema [de puntuación] no llegó a estabilizarse más que a lo largo de los siglos XVIII y XIX, a través de formulaciones de la Real Academia Española que, a su vez, seguían el criterio de los buenos autores», explica en un correo electrónico Pablo Jauralde, catedrático de Literatura Española de la Universidad Autónoma de Madrid. La estabilidad histórica en la lengua no existe nunca, por tanto esa relativa estabilidad [del sistema de puntuación] sufre de embates diferentes, que en estos momentos son muy fuertes. Al tiempo que cambiaba el sistema variaban las normas y la teoría». Y continúa: «En general se puntúa mal, muy mal, porque la enseñanza de este aspecto de la lengua no suele darse. En mi facultad y universidad puntúan rematadamente mal los decanos, los rectores, los profesores de lengua... Eso va en la desidia general hacia la educación y la cultura».

O sea, que sí, que hay viento fuerte. Pero: «En modo alguno hay que cambiar las reglas», añade Salvador Gutiérrez. «Las reglas de puntuación no son en sí mismas difíciles. Exigen más tiempo y se asimilan algo más tarde porque están muy ligadas a la comprensión de las estructuras sintácticas». Y Leonardo Gómez Torrego se apunta: «La puntuación cuesta porque lo bueno cuesta, pero las normas son necesarias. Hablamos de que es un signo de los tiempos, de que vivimos una época que requiere concisión. Pero es que la puntuación está para eso, para ser preciso. Yo he sido profesor y sé la diferencia que hay entre corregir un examen bien puntuado y uno mal puntuado». Y termina: «No creo que sea una batalla perdida; están las nuevas tecnologías, pero también somos muchos, muchas instituciones trabajando».

Otra cosa es que la labor normativa siempre vaya por detrás de los usos: «El sistema de puntuación nunca sirvió exclusivamente para la expresión oral», explica Jauralde, «sino para ordenar sintácticamente el lenguaje escrito, lo que a veces coincide (en los puntos, por ejemplo) con marcas del lenguaje oral y otras no. La coma no indica siempre una pausa (ni una sinalefa, ni un silencio, etcétera). Es uno de los errores en los que ahora va entrando la RAE y que, por cierto, no suele estar en las [normativas] del siglo XIX. De manera que para el lenguaje oral el sistema de puntos y comas es impertinente, como puede observar cualquiera cuando habla. Solo es pertinente cuando se realiza oralmente un escrito (cuando se lee) o cuando se proyecta por escrito algo que hablas (escribes)...». Y una coda a esta idea: «Efectivamente se viene produciendo (¡pero en el lenguaje escrito solo!) exceso de comas, sobre todo en nuestros clásicos (por ejemplo en los Quijotes que nos dan a leer ahora)».

La última normativa para el gallego, por ejemplo, da libertad para que los hablantes usen o no los signos de interrogación y de exclamación de apertura, viejo invento español. «La Academia recomienda su uso desde 1754, aunque, al parecer, no fue habitual hasta el siglo XIX. Responde a la entonación que hacemos en español cuando hacemos una pregunta, que empezamos a preguntar desde el principio de la frase, y eso es algo que no ocurre en otros idiomas... Hombre, yo también me salto alguna interrogación de entrada cuando escribo en el móvil. No me parece imposible que con el tiempo los signos de interrogación y de exclamación de apertura terminen desapareciendo».

Última pregunta: ¿es el español un idioma de puntuación puñetera? «El español tiene el sistema de puntuación más nítido, más claro y más moderno de todos los idiomas de nuestro entorno», explica Gómez Torrego. «El capítulo sobre puntuación de la última Ortografía de la RAE es espléndido. Pero la puntuación no es objetiva ni estricta. Hay margen para que cada uno escriba con una puntuación más abierta o más trabada».
Y más en esa línea: «El sistema de puntuación ni está cerrado ni es matemático. Un mismo texto extenso casi siempre se puede puntuar de varias maneras, pero no de todas ni de cualquier manera. […] Los modelos de mejor puntuación siguen estando en los buenos escritores, mejor que en normas y gramáticas», termina Jauralde.


LITERATURA UNIVERSAL: HENRY JAMES

En esta ocasión, el apartado al que hace referencia la siguiente reseña de Guelbenzu es el de los orígenes de la novela policíaca. En ella se habla del libro Cuentos de detectives victorianos. Varios autores. Selección y prólogo de Ana Useros. Traducción de Catalina Martínez Muñoz. Alba Editorial. Barcelona, 2014. La reseña se publicó el 8 de marzo de 2014.

EL MISTERIO ES SIEMPRE EL MISTERIO

EL GÉNERO DETECTIVESCO nació y se consolidó en la Inglaterra victoriana, aunque hay que reconocer que mantiene algunas deudas con ciertos autores franceses como Emile Gaboriau o Gaston Leroux, y aunque reconozcamos igualmente que el primer ejemplo de detective deductivo se concibió en Norteamérica, de la mano e imaginación de Edgar Poe; lo cual tampoco es tan claro, como demuestra el primer relato de esta antología, La cámara secreta, de William Burton, que plantea por vez primera un asunto clásico: el problema de la habitación cerrada. Pero, en definitiva, lo importante de esta antología es el acierto con que nos introduce en el mundo y momento en que nace y se desarrolla el más famoso de los detectives del mundo: Sherlock Holmes.

La mayoría de los autores aquí recopilados han pasado a la historia tras cumplir con su momento de gloria; de hecho, solo sobreviven Dickens, Wilkie Collins, Conan Doyle y, en menor medida, M. P. Shiel. Esto hace doblemente interesante la antología porque despliega ante nosotros un material, si no perdido, sí olvidado. Y lo cierto es que leyendo estos cuentos vamos a encontrar interesantes historias que conforman el caldo de cultivo de un género que alcanzó su máxima sofisticación en la primera mitad del siglo XX.

Los detectives que pueblan estos relatos son hombres esforzados que persiguen delincuentes con más tenacidad que ingenio. Hay carreras, persecuciones, mamporros y bajos fondos o persecuciones rurales por doquier. Los mismos Dickens y Collins se dedican a presentarnos a los policías como un equipo de decididos defensores de la ley y el orden, de manera un tanto naif en el primero y con un excelente sentido del humor en el segundo. Pero lo cierto es que, en el conjunto de autores, lo que encontramos son los temas y tipos que harán del género una literatura de éxito y el paso de la aventura folletinesca al relato deductivo.

Por ejemplo, ¿quién iba a sospechar que ya en la época victoriana había mujeres detectives? Pues ahí están la Loveday Brooke del relato de C. L. Pirkis o la detective profesional Dorcas Dene, que dispone hasta de un redactor de sus aventuras, lo mismo que Holmes dispone de Watson. No es la única, también el Martin Hewitt de Arthur Morrison dispone de cronista y, en su caso, se trata de un detective deductivo a lo Holmes aunque más pegado a la realidad. Hay policías que cuentan sus casos, como sucede en los relatos de McLevy, aunque son simples porque Scotland Yard está recién creado y no importa tanto la sorpresa como la creación de un clima. El que firma Waters introduce por vez primera análisis de laboratorio y estudio de pistas; y tenemos ejercicios de desencriptamiento de un texto como en el caso de Forrester. Hay aventuras puras, como en el caso de ‘La misteriosa pierna humana’, donde la emoción procede de la necesidad de evitar que una carta llegue a su destino, muy a lo Collins, dentro de un chantaje. Hay autores como Grant Allen, de enorme cultura y decidido darwinista, que se revela como un autor sutil, ingenioso y bromista, y no faltan ni un secreto del pasado ni el detective diletante, deductivo, rico por su familia y opinante sobre todo lo divino y humano como el príncipe Zalesky de Shiel, que todo lo resuelve desde su chaisse longue. También disponemos de una escritora, caso todavía infrecuente en el género: Ellen Wade.

En resumen: un libro inexcusable para los amantes del género. Y para los que no lo son. Al fin y al cabo, el misterio es siempre el misterio.




LITERATURA UNIVERSAL: HENRY JAMES

El artículo que acabo de volcar, dedicado a Lovecraft, venía enlazado a este otro, que nos informa de novedades editoriales sobre literatura fantástica.

LOS FANTASMAS ACECHAN

La literatura fantástica es un arte de carencia y deseo: buscamos todo cuanto nos falta, todo aquello que la realidad no satisface y que, sin embargo, una vez hallado nos induce al temor a perderlo o al horror de haberlo encontrado. Esta cadencia entre falta y deseo es propia de cada individuo, pero también de cada época. Las historias de fantasmas nos atraen porque, en ellas, exploramos miedos humanos —a la muerte, al recuerdo—, pero también porque sugieren cuanto está ausente en la realidad colectiva. La nuestra es una época de economía inmaterial, en la que todo cuanto es sólido se disuelve en el aire. Nuestras casas y prendas ya no son nuestras —y acaso tampoco nuestras vidas—, ¿a quién pertenecen entonces?, ¿nos hemos convertido en fantasmas de casas y cuerpos que no nos pertenecen?

En El hombre que perseguía al tiempo, de Diane Setterfield, el capitalista vislumbra, alucinado, dos paisajes bajo la lluvia: en el primero, avista un titánico centro comercial donde solo hay una hondonada; en el segundo, el templo del consumo que él mismo erigió se derrumba como una cascada de cristal y mármol. Parecen contradecirse, pero ambos afirman lo mismo, que todo aquel afán de edificar y enriquecerse era solo un espejismo: la superficie tersa y brillante de una pompa rellena de aire. La nuestra, qué duda cabe, es una época de burbujas que estallan, pero también lo son nuestras vidas, que pasamos como niños persiguiendo pompas de jabón. Cuando por fin se desvanecen, buscamos dentro de ellas al fantasma de nuestros días.

Nada tiene de extraño que nos gusten los fantasmas, tanto los de nuestra era como aquellos que, en otros tiempos, ejecutaban ya esta eterna danza entre la carencia y el deseo. Comencemos, pues, con una de aquellas viejas historias que hoy nos siguen seduciendo: escondida entre pilas de legajos polvorientos, un anticuario encuentra una carta en latín, la angustiada confesión de un vicario, en la que advierte a los curiosos que se guarden de buscar el relicario de la rectoría de… Faltan datos, pero el aplicado erudito encontrará el lugar exacto, excavará la undécima tumba y, por supuesto, hallará el relicario. Desde ese instante, un vaho le acechará a cada paso, le perseguirá un olor a moho y, atisbará, desde su ventana, una figura harapienta que parecerá cada noche más cercana. M. R. James jamás escribió este relato, pero podría haberlo hecho, pues la mayoría de sus Cuentos de fantasmas (1904-1928) nos hablan de arqueólogos y estudiosos que encuentran documentos que sugieren espantos, demonios que habitan todavía los sitiales del coro o el vitral de la abadía, grabados por los que pululan espectros y tesoros custodiados por criaturas hediondas.

Siruela reedita sus Cuentos de fantasmas, una selección de algunas de sus mejores historias; sin embargo, si James regresara ahora como alma en pena, quizá se sorprendiera al descubrir que sus únicos escritos reeditados sean sus relatos terroríficos. Montague Rhodes James fue medievalista de prestigio, experto en apócrifos, catedrático en Cambridge, rector en Eton. Dedicó su vida a la historia, la arqueología y el estudio de los clásicos y, de cuando en cuando, pergeñaba cuentecillos como divertimento. James comenzó leyéndolos ante sus amigos de la Chitchat Society y pronto sus lecturas se convirtieron en un acontecimiento. Revisitados hoy, podemos imaginar a sus colegas y alumnos escuchándole y pasando de la sonrisa al escalofrío. Sus personajes resultan jocosos en su grisura y, sin duda, James gozaba ironizando sobre la cotidianidad de académicos y anticuarios; sin embargo, esa banalidad queda pronto impregnada por un hálito maligno, por un miasma del pasado que se va volviendo más intenso hasta adoptar, por un instante, una forma táctil e insoportable.
La muerte vela por los contornos de los objetos y prendas del pasado y, de algún modo, quienes los palpan e investigan acaban envueltos por ese mismo velo. Los cuentos de fantasmas nos plantean a un tiempo el enigma de la muerte y el enigma del pasado: ¿quiénes habitaron la casa?, ¿qué soñaban?, ¿qué queda de ellos? Preguntas que, en el fondo, no atañen sino a nuestra propia mortalidad y a la fugacidad de nuestro tránsito sobre la tierra. Esta angustia por la muerte late también en otro notable cuento victoriano, La casa y el cerebro (1859), de Edward Bulwer-Lytton, recientemente reeditado por Impedimenta. Regresamos a la morada embrujada por pasiones que siguen latiendo en las paredes, recuerdos de una tragedia desgajada del tiempo, repetida sin fin, reticente a abandonarnos.

En La casa y el cerebro, Bulwer-Lytton se despoja del ropaje gótico de Zanoni (1842) para ofrecer una historia más moderna, plagada de fenómenos sobrenaturales que ascienden hacia un clímax de alucinación y miedo, en el que entrevemos un éter por el que flotan larvas y entidades, como amebas vistas por el microscopio. Bulwer-Lytton parece dar un paso adelante, pues atribuye las apariciones a una voluntad tan poderosa como humana. En la segunda parte del relato, conoceremos al hombre capaz de detentar semejante poder sobre la materia y sobre la mente de sus semejantes. Sin embargo, es aquí donde el paso adelante de Bulwer-Lytton resulta ser un paso en falso, pues si bien niega la existencia de fantasmas, nos devuelve la angustia por la mortalidad, el anhelo de la vida eterna, el deseo de permanecer, para siempre, en el mundo de los vivos.

Dicha angustia, dicho anhelo, explica en parte el éxito del que gozan todavía los cuentos espectrales. Quizá por ello, a los editores ingleses de El hombre que perseguía al tiempo (2013) no les tembló el pulso al venderla como ghost story, una ávida engañifa que, no obstante, lo es solo en parte. Es un embuste porque no hay en ella espectros o aparecidos —y, de hecho, la edición castellana de Lumen prescinde de este subterfugio—, pero tiene algo de cierto en la medida en que retrata a un personaje convertido, en vida y por su propia mano, en un fantasma.

El hombre que perseguía al tiempo carece de la riqueza literaria y bibliófila del anterior libro de Diane Setterfield, El cuento número trece; pero comparte con él un rasgo de interés, pues en ambos casos sus protagonistas reniegan de la vida y se enclaustran en torres de libros o montañas de números, en relatos o cálculos que suplantan la vida. William Bellman —protagonista de la obra— es un industrioso súbdito inglés que levanta empresas y amasa fortunas, mejora la producción, moderniza fábricas, abre mercados y, a la postre, resulta incapaz para la vida. Durante la primera parte de la novela, la amabilidad con la que Setterfield evoca la juventud de William resulta irritante, pues la autora olvida su condición de explotador e idealiza su relación con los obreros; sin embargo, en la segunda parte comprendemos que era la melancolía quien doraba la luz de aquellos días.

Tras una serie de tragedias, Bellman decide erigir un emporio de pompas fúnebres en Londres, pero los difuntos no son tanto sus clientes como él mismo: será él quien acabe enterrado dentro de un gigantesco mausoleo, el centro comercial de artículos luctuosos que dirige y gobierna mientras se va consumiendo. Karl Marx sugirió que el capitalismo es materia muerta que vampiriza músculo y latido, jornadas que acortan nuestro aliento por un sueldo, el tiempo de la vida convertido en tiempo de muerte a cambio de dinero. Aunque de manera inconsciente, Diane Setterfield ilustra esta premisa y la novela, que avanza con la solemnidad y el boato de un regio funeral victoriano, acaba no siendo nada más que el epitafio de un hombre insignificante. La vida del fantasma William Bellman queda narrada y, sin embargo, quedan por contar todas aquellas otras de las costureras, dependientas y contables a los que Bellman vació también de vida.

Una bandada de grajos sobrevuela El hombre que perseguía al tiempo. Los grajos son presagios de muerte, omina mortis que un augur habría escuchado para, después, menear la cabeza y anunciarnos que no hay esperanza. Pero los grajos vuelan también en nubes de algarabía, proclamando que, por funesto que sea el presagio, la vida sucede mientras tanto y que, por más que efímera, la vida que vuela es también un espectáculo. Quizá era esta la lección que debieron aprender los personajes de James —anhelantes de objetos polvorientos, incunables y basura de otros tiempos, afanados en leer cronicones medievales para escribir mamotretos académicos y legarlos al porvenir—, que la vida, entretanto, estaba en otra parte, acaso en momentos tan mundanos como los almuerzos, las charlas y los paseos.

También Robertson Davies conocía bien la vanidad y la trivialidad de la vida académica, pues no en vano fue decano de Massey College desde 1963. Ese mismo año comenzó a escribir anualmente un relato de fantasmas para las celebraciones navideñas. En 1982, ya retirado, las recopiló bajo el título Espíritu festivo, recientemente publicado por Libros del Asteroide. Las lecturas de Davies debieron divertir tanto a su público como a aquellas de M. R. James, pero no estremecerían ni a un ratón, pues su reino es el de la parodia y la farsa. En parte, la culpa la tiene Massey College, un edificio recién estrenado, flagrantemente nuevo —nada que ver, por tanto, con la vetusta mampostería gótica que arropa a los fantasmas británicos—; pero el principal responsable de esta indecorosa falta de pavor la tiene el propio Davies.

Tras convertirse a sí mismo en personaje de sus cuentos, Davies se pasea junto a las ánimas ilustres de la reina Victoria, santa Lucía, lord Fauntleroy, Satanás, Frank Einstein o incluso Henrik Ibsen, que se asoma por allí para fruncir el entrecejo. Como todos los fantasmas, los de Davies algo quieren —leer su tesis, comer hasta reventar, ser reconocidos por la crítica o volver a casa por Navidad— y el autor los acoge amablemente, aun a sabiendas de que habrán de traerle quebraderos de cabeza. “Los fantasmas son unos ególatras desmesurados: la fuerza viva de la egolatría que se niega a aceptar la realidad de la muerte”, escribe Davies, y acaso sea esta vanidad la que les otorga su inusitada vivacidad de ultratumba, esa pasión por bagatelas y fruslerías que da sazón a cada uno de nuestros días; pues también nosotros somos fantasmas embargados por deseos elevados, que intentamos satisfacer mientras la vida —como una pompa— se nos escapa entre las manos.

El hombre que perseguía al tiempo. Diane Setterfield. Traducción de Rubén Martín Giráldez. Lumen. Barcelona, 2013. 336 páginas. 20,90 euros.
Cuentos de fantasmas. M. R. James. Varios traductores. Siruela. Madrid, 2014. 344 páginas. 19,95 euros.
La casa y el cerebro. Edward Bulwer-Lytton. Traducción de Arturo Agüero Herranz. Impedimenta. Madrid, 2013. 108 páginas. 14,95 euros.


LITERATURA UNIVERSAL: HENRY JAMES

Recientemente (2014-03-08) se ha publicado el siguiente artículo en el periódico El País, que puede completar el apartado de los orígenes y evolución de la novela gótica.

LOVECRAFT

EN LA TUMBA DE Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) se lee un sencillo epitafio, “yo soy Providence”. Bajo ella yace el hombre cuya obra fue una lucha contra el tiempo. Lovecraft amaba Providence como solo pueden amarse los paraísos perdidos de la infancia. Los pórticos coloniales, las empinadas callejuelas, los álamos, los tejados y los chapiteles georgianos, virados por el perpetuo crepúsculo de la memoria; poco queda ya de todo aquello salvo en las cartas, cuentos y sueños de Lovecraft. Con motivo de las tres últimas reediciones de sus obras —dos de Acantilado y una de Periférica— y la aparición de una nueva antología de cuentos lovecraftianos —editada por Valdemar—, regresamos a las páginas del autor de Providence.

El caso de Charles Dexter Ward (Acantilado) comienza precisamente con el recuerdo dorado de Providence, retomando los paseos juveniles que Lovecraft relataba en sus cartas. Lovecraft amaba Providence porque fue ella quien alumbró su vida estética y espiritual, porque fue en sus arboledas donde de niño levantó altares a Pan, Diana y Minerva, donde creyó ver a faunos y dríadas; allí fue donde descubrió, en la biblioteca de su abuelo, los tesoros mitológicos de Grecia y Las mil y una noches; pero Lovecraft amaba también Providence porque en ella el pasado sobrevivía al presente y, entre otras cosas, las obras de Lovecraft nos hablan del intento de derrotar al tiempo, esa “especie de especial enemigo mío”.

Lovecraft era un soñador inmenso a la par que un materialista convencido y, debido a ello, sus personajes intentan escapar al tiempo o vulnerar las leyes físicas, pero acaban estrellándose contra el horror de haberlas transgredido. En El resucitador (Periférica), Herbert West inyecta en las venas de los cadáveres “el impulso que los llevará de vuelta a ese estado motriz al que llamamos vida”; en Charles Dexter Ward, Joseph Curwen conjura a los muertos desde sus cenizas para interrogarles sobre saberes prohibidos; los ancianos de Las montañas de la locura despiertan de un sueño de eones para descubrir sus ciudades engullidas por el hielo antártico y estragadas por abominaciones que otrora fueran sus siervos. En todas ellas, el leve tiempo humano queda trascendido, pero solo para enfrentarse al horror de la carne corruptible, para ser devorado por el pasado hecho presente o para perderse en los océanos del infinito, donde nuestras vidas son solo polvo a la deriva.

La lucha contra el tiempo es un agon entre el antes y el después, ambos instancias del no-ser; no podemos ganar, pero sí fugarnos hacia la fantasía o el ensueño. La guerra de Lovecraft contra el tiempo le llevó a verse a sí mismo como un anciano, como un caballero dieciochesco que no hallaba su lugar ni en el siglo ni en las letras estadounidenses. El mundillo de la prensa amateur le ofrecía consuelo literario, pero no un lugar para su obra. El resucitador, por ejemplo, apareció en Home Brew, por encargo del editor G. J. Houtain. Lovecraft aceptó a regañadientes, disgustado por tener que doblegarse al trabajo mercenario y a la estructura de serial, con su típico clímax al final de cada episodio. Pese a ello, El resucitador es una joya de lo macabro y lo grotesco, una exploración de los límites del decoro artístico —es decir, de lo decible y lo mostrable— que, sin embargo, Lovecraft contempla con la complacencia irónica del espectador de una farsa granguiñolesca.

Charles Dexter Ward ni siquiera llegó a ser publicada en vida de Lovecraft. En ella, la crónica histórica y la investigación erudita descienden en espiral hacia un horror inefable; poco a poco, se multiplican los adjetivos, proliferan los adverbios, pero solo para apuntar hacia un lugar tan espantoso que no puede ser nombrado, pero sí evocado como una sensación aborrecible, ominosa, blasfema. Otro tanto sucede con En las montañas de la locura, que comienza con el rigor del registro científico para ir fundiéndose —como un carámbano— hacia el horror de lo informe y hacia esa poesía melancólica y sublime que solo poseen las civilizaciones perdidas y los desiertos de la Antártida. En las montañas de la locura desagradó a los lectores de Astounding Stories, más acostumbrados a “la convencionalidad, la banalidad, lo artificioso, las falsas emociones y lo estrambótico” que Lovecraft achacaba a la ciencia ficción.

Frente al desdén de su época, legiones de seguidores y epígonos han encumbrado a Lovecraft post mortem. Decía Baudelaire que la mejor crítica a una obra artística es otra obra de arte, tal es el caso de la antología Alas tenebrosas, seleccionada por S. T. Joshi. No abundan en ella tentáculos, libros prohibidos y tópicos ni dioses de improbable fonética, pero todos ellos nos permiten asomarnos a los abismos del tiempo y a los misterios de un cosmos indiferente. Sus autores reinterpretan no el estilo sino la filosofía lovecraftiana y nos hacen sentir de nuevo “el chirriar de formas y entes exteriores en el límite más recóndito del universo conocido”. El fantasma de Lovecraft regresará a Providence, Pickman volverá a retratar a sus modelos, los demonios inferiores plagarán la tierra una vez más y la magia antigua reinará de nuevo, ¿es posible homenaje mejor al hombre que intentó doblegar el tiempo? En la tumba de Lovecraft se lee un sencillo epitafio, “yo soy Providence”; a veces, un lápiz anónimo garabatea debajo: “que no está muerto lo que eternamente puede yacer / y con los extraños eones hasta la muerte misma puede morir”.

LITERATURA UNIVERSAL: PESSOA

Transcribo a continuación otra reseña sobre una traducción de Pessoa, en este caso el Libro del desasosiego, del que hemos visto en clase una adaptación cinematográfica, O filme do desasosego. La reseña apareció el 29/03/2013, en el periódico El País.

ÚLTIMAS NOTICIAS DEL INAGOTABLE PESSOA


La in­men­sa he­ren­cia li­te­ra­ria de Fer­nan­do Pes­soa, fru­to de un afán in­hu­mano de per­fec­ción que que­dó plas­ma­do en un le­ga­do de cer­ca de 30.000 es­cri­tos or­de­na­dos, en su ma­yo­ría, de for­ma caó­ti­ca y em­ba­ru­lla­da, si­gue re­ga­lan­do nue­vos tex­tos que apor­tan nue­vas vi­sio­nes so­bre es­te es­cri­tor inago­ta­ble. Fru­to de la la­bor de za­pa de dos es­tu­dio­sos de la obra del ma­yor poe­ta por­tu­gués con­tem­po­rá­neo apa­re­cen aho­ra en Es­pa­ña una nue­va edi­ción del Li­bro del Desa­so­sie­go, con cin­co tex­tos iné­di­tos, y un vo­lu­men ti­tu­la­do Es­cri­tos so­bre ge­nio y lo­cu­ra, com­pues­to por apun­tes so­bre psi­co­pa­to­lo­gías y psi­quia­tría nun­ca pu­bli­ca­dos en es­pa­ñol (en Por­tu­gal lo fue­ron en 2006). Am­bas, en Acan­ti­la­do.

Ri­chard Ze­nith, es­ta­dou­ni­den­se de ori­gen, por­tu­gués de adop­ción, con­si­de­ra­do por mu­chos el ma­yor es­pe­cia­lis­ta de la obra de Pes­soa, ha com­pues­to es­ta úl­ti­ma edi­ción del Li­bro del desa­so­sie­go. En­tre los cin­co tex­tos sa­ca­dos a la luz hay re­fle­xio­nes so­bre la muer­te y so­bre el he­cho mis­mo de di­va­gar. Y en­tre ellos, uno es­pe­cial­men­te sin­to­má­ti­co. Es el más lar­go y se com­po­ne de una de­li­cio­sa re­dac­ción so­bre la ni­ñez del poe­ta, so­bre sus re­cuer­dos de jue­go in­ven­tan­do per­so­na­jes con las pie­zas del aje­drez y so­bre la nos­tal­gia in­fi­ni­ta de la in­fan­cia. “Me do­lía es­to co­mo hoy me due­le no po­der dar ex­pre­sión a una vi­da. ¡Ah! Pe­ro ¿por qué re­cuer­do yo es­to? ¿Por qué no per­ma­ne­cí ni­ño pa­ra siem­pre? ¿Por qué no mo­rí yo allí, en uno de esos mo­men­tos?”.

Ze­nith tra­du­jo Li­bro del Desa­so­sie­go al in­glés y su pri­me­ra edi­ción en por­tu­gués da­ta de 1998. Des­de en­ton­ces ha ela­bo­ra­do 10 más. Tal can­ti­dad de ver­sio­nes obe­de­ce a las cir­cuns­tan­cias aza­ro­sas en que se des­cu­brió a prin­ci­pios de 1980 el ma­nus­cri­to, den­tro de un so­bre en un ar­cón que al­ber­gó du­ran­te dé­ca­das la con­fu­sa, in­gen­te y des­or­de­na­da he­ren­cia li­te­ra­ria del es­cri­tor.

“Pes­soa de­jó cier­tas in­di­ca­cio­nes pa­ra la com­po­si­ción del li­bro, pe­ro es­tas no son ex­haus­ti­vas y, a ve­ces, se con­tra­di­cen con otras que de­jó en otra par­te, por eso se en­cuen­tran tex­tos tras­pa­pe­la­dos que aun­que no lle­van in­di­ca­ción nin­gu­na, por su te­má­ti­ca o es­ti­lo de­ben fi­gu­rar en el Li­bro del desa­so­sie­go”, ex­pli­ca Ze­nith.

Pes­soa reha­cía, des­truía y guar­da­ba. Ol­vi­da­ba pro­yec­tos, los re­to­ma­ba años des­pués y los mo­di­fi­ca­ba en una ma­ña­na. Aña­día una ho­ja a un vo­lu­men inaca­ba­do que lue­go tras­pa­pe­la­ba. Es­cri­bía en cuar­ti­llas or­de­na­das a ve­ces, pe­ro otras lo ha­cía en so­bres, en no­tas de con­ta­bi­li­dad, en el re­ver­so de cir­cu­la­res em­pre­sa­ria­les. Reem­pren­día obras que se mul­ti­pli­ca­ban co­mo un ár­bol ra­mi­fi­ca­do has­ta el in­fi­ni­to, lle­va­ba ade­lan­te va­rios li­bros a la vez... Da­ba la im­pre­sión de que el pe­so mis­mo de su de­seo de es­cri­bir le se­pul­ta­ba, que le ate­na­za­ba el no po­der con­tro­lar su pro­pia e in­men­sa am­bi­ción re­con­ver­ti­da con­ti­nua­men­te en un cre­cien­te caos en bús­que­da de be­lle­za.

Y bue­na par­te de eso aca­bó, in­con­clu­so, en el ar­cón. “To­do ello se de­be a su per­fec­cio­nis­mo. Él sos­te­nía que la per­fec­ción no era po­si­ble, tal vez en un poe­ma cor­to, pe­ro la vi­da de un hom­bre no da­ba pa­ra otor­gar la per­fec­ción a una obra de ma­yor ex­ten­sión. Aun así, no se con­for­ma­ba. De ahí sus avan­ces y re­tro­ce­sos”, aña­de Ze­nith.

La apa­ren­te fal­ta de or­den y la —pre­vi­si­ble e inevi­ta­ble— ar­bi­tra­rie­dad en la com­po­si­ción —siem­pre pós­tu­ma— del Li­bro del Desa­so­sie­go de­ben im­por­tar mu­cho al lec­tor. “Es­te es un her­mo­so ejem­plo de no-li­bro. Se pue­de leer de arri­ba aba­jo, de aba­jo arri­ba, pi­co­tean­do, eli­gien­do al azar una pá­gi­na…”, ase­gu­ra Ze­nith, que re­cien­te­men­te ha re­ci­bi­do en Por­tu­gal el pres­ti­gio­so Pre­mio Pes­soa por su la­bor in­ves­ti­ga­do­ra y li­te­ra­ria. Y aña­de que el vo­lu­men en­cie­rra una sor­pren­den­te mo­der­ni­dad. “Fue es­cri­to des­de 1915 a 1934. Pe­ro des­cu­bier­to en 1982 y eso es poé­ti­ca­men­te jus­to, por­que per­te­ne­ce al sen­tir de nues­tros días. Cuan­do se es­cri­bió, Eu­ro­pa creía en la uni­dad, en la cohe­ren­cia del yo, en esas co­sas que han sal­ta­do por los ai­res y que el Li­bro del desa­so­sie­go, con su frag­men­ta­ción no so­lo tex­tual, re­fle­ja per­fec­ta­men­te”.

Por su par­te, el es­tu­dio­so co­lom­biano Je­ró­ni­mo Pi­za­rro ha cul­mi­na­do y, en el ca­so de la edi­ción es­pa­ño­la, tra­du­ci­do, Es­cri­tos so­bre ge­nio y lo­cu­ra, don­de Pes­soa, ob­se­sio­na­do des­de muy jo­ven por cues­tio­nes de psi­quia­tría, ex­po­ne sus ha­llaz­gos, sus re­fle­xio­nes, su pecu­liar in­te­rés por al­go que le ata­ñía de cer­ca (él mis­mo se ca­li­fi­có po­co an­tes de mo­rir de his­té­ri­co-neu­ras­té­ni­co).

Pi­za­rro se ha ba­sa­do en un con­jun­to do­cu­men­tal ca­ta­lo­ga­do en la Bi­blio­te­ca Na­cio­nal de Por­tu­gal co­mo En­sa­yo so­bre dege­ne­ra­ción, ge­nio y lo­cu­ra, que con­tie­ne 200 tex­tos. Y ha aña­di­do otros 400 re­la­cio­na­dos con el te­ma tras exa­mi­nar el inago­ta­ble ar­chi­vo del poe­ta. “Pa­ra él, que po­seía una for­ma­ción au­to­di­dac­ta en psi­quia­tría, pe­ro que lle­gó más le­jos que cual­quier psi­quia­tra por­tu­gués de la épo­ca, el ge­nio se co­rres­pon­de con una cier­ta do­sis de lo­cu­ra, con cier­ta bi­po­la­ri­dad”, sos­tie­ne Pi­za­rro, que aña­de: “El des­equi­li­brio psí­qui­co que aca­rrea es­te ti­po de lo­cu­ra del ge­nio es, pa­ra Pes­soa, un cier­to ti­po de equi­li­brio su­pe­rior al que se ac­ce­de a tra­vés del ar­te”.

Pi­za­rro ex­pli­ca que, gra­cias a los es­cri­tos de Pes­soa so­bre es­ta ma­te­ria y a su pro­pia ex­pe­rien­cia per­so­nal, se pue­de ras­trear la hue­lla del ge­nio en el ar­te o vi­ce­ver­sa, más in­clu­so que en ar­tis­tas co­mo Höl­der­lin o Van Gogh. Es­te es­tu­dio­so, que ha edi­ta­do otras obras del poe­ta por­tu­gués y que se co­no­ce al de­di­llo los ata­jos de su in­abar­ca­ble ar­chi­vo, pro­nos­ti­ca que su he­ren­cia ca­ta­lo­ga­da hoy en la Bi­blio­te­ca Na­cio­nal de Por­tu­gal se­gui­rá de­vol­vien­do jo­yas. “Hay, en ese ar­chi­vo in­men­so, ma­te­rial pa­ra 300 li­bros de 100 pá­gi­nas. Y so­lo se ha pu­bli­ca­do la mi­tad”.





 

3º ESO: LA ORTOGRAFÍA ESMIRRIADA

Os ofrezco un nuevo artículo de Álex Grijelmo, esta vez dedicado a los problemas que las T.I.C. pueden provocan en la adquisición de una correcta ortografía.


LA ORTOGRAFÍA ESMIRRIADA

El es­tu­dio ela­bo­ra­do por los in­ves­ti­ga­do­res fran­ce­ses so­bre la or­to­gra­fía de los men­sa­jes de mó­vil vie­ne a de­mos­trar lo que mu­chos in­tuían. Pe­ro no por in­tuir­se al­go de­ja de re­sul­tar im­por­tan­te que se de­mues­tre.

Los per­so­na­jes re­la­cio­na­dos con la pa­la­bra han si­do pre­gun­ta­dos has­ta la sa­cie­dad en es­tos úl­ti­mos años so­bre la in­fluen­cia de la or­to­gra­fía de los mó­vi­les en el idio­ma ge­ne­ral. Ya se tra­ta­se de aca­dé­mi­cos, es­cri­to­res o fi­ló­lo­gos, so­lían res­pon­der con es­cep­ti­cis­mo so­bre esa cues­tión: no creían que el pro­ta­go­nis­ta de una no­ve­la aca­ba­se di­cien­do “t. q.” en vez de “te quie­ro”.

La gi­gan­tes­ca te­la­ra­ña cons­trui­da aho­ra por nues­tras co­mu­ni­ca­cio­nes no guar­da pa­ran­gón con nin­gún su­ce­di­do an­te­rior, pe­ro aun así con­tá­ba­mos con pre­ce­den­tes in­tere­san­tes pa­ra ima­gi­nar es­tas con­clu­sio­nes. Las per­so­nas se co­mu­ni­can de una for­ma o de otra a te­nor de ca­da si­tua­ción, y sa­ben que unos re­gis­tros se con­si­de­ran pres­ti­gio­sos y otros no.

Las abre­via­tu­ras y los sím­bo­los han exis­ti­do siem­pre en­tre quie­nes par­ti­ci­pa­ban de un có­di­go co­mún: las equis que sig­ni­fi­ca­ban be­sos al fi­nal de una car­ta; las equis que sig­ni­fi­ca­ban “por” en los apun­tes aca­dé­mi­cos…, in­clu­so las equis que si­guen sig­ni­fi­can­do “em­pa­te” en las qui­nie­las.

Y ade­más tu­vi­mos la ta­qui­gra­fía. Cuan­do es­ta téc­ni­ca se in­ven­tó y se ex­ten­dió en­tre los ama­nuen­ses de la épo­ca, po­dría ha­ber­se pen­sa­do que es­ta­ba na­cien­do un len­gua­je es­pe­cial, des­ti­na­do a mo­di­fi­car la es­cri­tu­ra co­no­ci­da has­ta en­ton­ces. Ha­bía ar­gu­men­tos, des­de lue­go, pues esa or­to­gra­fía aven­ta­ja­ba a la tra­di­cio­nal en ra­pi­dez y per­mi­tía una des­co­di­fi­ca­ción cer­te­ra. La ta­qui­gra­fía del es­pa­ñol fue di­fun­di­da a prin­ci­pios del si­glo XIX (a par­tir de 1803) por el sa­bio Fran­cis­co de Pau­la Mar­tí (1761-1827), cu­yo hi­jo, Án­gel Ra­món, co­la­bo­ra­ría más tar­de en la trans­crip­ción de los de­ba­tes de las Cor­tes de Cá­diz. Aquel tra­ta­do de ta­qui­gra­fía lle­va­ba el si­guien­te tí­tu­lo: Ta­chi­gra­fía Cas­te­lla­na, o Ar­te de es­cri­bir con tan­ta ve­lo­ci­dad co­mo se ha­bla y con la mis­ma cla­ri­dad que la es­cri­tu­ra co­mún. Su au­tor, el ci­ta­do Mar­tí, pen­sa­ba, pues, que aque­llos sig­nos se po­dían leer con to­da co­mo­di­dad. Y así pue­de su­ce­der aho­ra con esas pa­la­bras es­mi­rria­das que van de un te­lé­fono a otro co­mo si es­tu­vie­ran en ayu­nas.

Tam­bién tu­vie­ron su len­gua­je pro­pio los vie­jos te­le­gra­mas del si­glo XX, de ma­yor di­fu­sión aún que la ta­qui­gra­fía. Con te­le­gra­mas se fe­li­ci­ta­ba y se da­ba un pé­sa­me, con te­le­gra­mas se des­pe­día a un tra­ba­ja­dor o se le co­mu­ni­ca­ba su ad­mi­sión. Obli­ga­dos co­mo los men­sa­jes de hoy a una eco­no­mía de pa­la­bras (por el pre­cio), pro­pi­cia­ron un ex­ten­di­do len­gua­je sin ar­tícu­los ni pre­po­si­cio­nes, en el que los pro­nom­bres en­clí­ti­cos vi­vie­ron su épo­ca de gran­de­za: los tex­tos reite­ra­ban “co­mu­ní­co­le”, “in­fór­me­se­nos”, “apré­cio­la”... pa­ra que dos vo­ca­blos con­ta­sen por el pre­cio de uno. In­clu­so se cam­bia­ba ca­da pun­to y se­gui­do por la an­gli­ca­da fór­mu­la “stop”. Sin em­bar­go, ese ti­po de es­cri­tu­ra se vio tam­bién re­du­ci­da al re­gis­tro ade­cua­do, sin sal­tar a nin­gún otro lu­gar; co­mo su­ce­dió con los an­ti­guos ra­dio­afi­cio­na­dos que se co­mu­ni­ca­ban di­cien­do “cam­bio” ca­da vez que ter­mi­na­ban una pa­rra­fa­da, a fin de dar pa­so a su in­ter­lo­cu­tor.

Esos len­gua­jes adap­ta­dos o crea­dos por un sis­te­ma de co­mu­ni­ca­ción se que­da­ron en él. Y co­rrie­ron su suer­te. To­do ha­ce pre­su­mir que ocu­rri­rá lo mis­mo al­gún día con ese ejér­ci­to de es­que­le­tos que pue­blan las co­mu­ni­ca­cio­nes de nues­tro tiem­po. Pe­ro así co­mo una ta­quí­gra­fa po­día trans­cri­bir un de­ba­te con sig­nos fa­mé­li­cos y des­pués es­cri­bir una car­ta per­so­nal con to­das las le­tras, mu­chos jó­ve­nes que se co­mu­ni­can hoy me­dian­te abre­via­tu­ras y ho­rro­res or­to­grá­fi­cos pre­sen­ta­rán cuan­do lo deseen in­for­mes aca­dé­mi­cos im­po­lu­tos. Y si no lo con­si­guen, no ha­brá que echar­le la cul­pa al sis­te­ma de co­mu­ni­ca­ción, sino al sis­te­ma edu­ca­ti­vo.