A continuación podéis leer un artículo muy instructivo del afamado crítico George Steiner sobre Pessoa:
Steiner
Agradecemos desde aquí las indicaciones que el señor Jõao Beja, autor de la preciosa ilustración que acompaña a esta entrada, nos da sobre dónde consultar su obra, y que os enlazo a continuación:
João Beja (I)
João Beja (II)
Gosteis imenso dos seus desenhos. Muito obrigado!!!
viernes, 28 de marzo de 2014
viernes, 21 de marzo de 2014
3º ESO: ORÍGENES DE LOS SIGNOS DE PUNTUACIÓN
En el siguiente artículo, publicado en el periódico El Mundo el 1 de marzo de 2014, se ofrece un acercamiento a los orígenes de los signos de puntuación.
La costumbre es fuente de Derecho, sobre todo en el lenguaje. Y la costumbre que nos puede a todos es la de la pereza, la de no poner el punto al final del mensaje del móvil, la de olvidarnos de las comas después de los vocativos, la de saltarnos el signo de interrogación de apertura. Hasta aquí, todo es más o menos obvio. Lo nuevo es que un profesor de la Universidad de Columbia, John McWhorter, ha dicho que claro que van a desaparecer las comas y que tampoco pasará nada el día que eso ocurra, que los idiomas pueden funcionar perfectamente bien sin guardias de tráfico.
«Posible, sí es posible. De hecho, en los textos latinos clásicos no había signos de puntuación, ni acentuación gráfica ni siquiera un sistema de reglas para diferenciar mayúsculas y minúsculas», explica Salvador Gutiérrez, académico de la RAE y director de la Escuela de Gramática Emilio Alarcos Llorach la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. «Sin embargo, la aparición de estos sistemas representó un innegable avance en la escritura. Eliminarlos, representaría un evidente retroceso».
¿No están las comas desde siempre? «No, no las ha habido siempre. Los primeros intentos de puntuar los textos son de Aristófanes, que ponía marcas en sus textos. En la Edad Media hubo más tentativas. Los escribanos empleaban un punto en lo alto para marcar el final de un periodo, un punto en medio para separar unidades gramaticales menores y un punto bajo, que ya llamaban coma, para separaciones más pequeñas». El que habla ahora es Leonardo Gómez Torrego, filólogo del CSIC y miembro del Consejo Asesor de la Fundación del Español Urgente, Fundéu-BBVA.
«Esas tentativas de puntuación estaban en función de las pausas en la pronunciación, y claro, las pausas son muy libres, cada uno las hace como quiere», continúa Gómez Torrego. «Con la imprenta, los intentos se hacen más serios», prosigue. «Nebrija, por ejemplo, estuvo en esa tarea, aunque era demasiado ortodoxo, estaba muy pegado a la tradición clásica, y fue muy tímido».
«En realidad, toda la puntuación fue muy tentativa hasta que apareció la Real Academia Española. En el siglo XVII ya había comas, puntos y puntos y comas», explica Gómez Torrego.
«A partir de ahí, el trabajo se fue perfilando poco a poco, la puntuación dejó de estar en función de la entonación y tomó la función de desambiguar: evitar que hubiera ambigüedades semánticas en los textos, primero; separar los elementos sintácticos, después...».
Y ahora que ya estamos presentados, ¿es verdad que la puntuación es una zona gris del idioma, de los idiomas? Se podría pensar que, ya que lo normal es puntuar mal, ¿no será que la norma es demasiado severa? Volvemos a lo de la costumbre como fuente de Derecho. «El sistema [de puntuación] no llegó a estabilizarse más que a lo largo de los siglos XVIII y XIX, a través de formulaciones de la Real Academia Española que, a su vez, seguían el criterio de los buenos autores», explica en un correo electrónico Pablo Jauralde, catedrático de Literatura Española de la Universidad Autónoma de Madrid. La estabilidad histórica en la lengua no existe nunca, por tanto esa relativa estabilidad [del sistema de puntuación] sufre de embates diferentes, que en estos momentos son muy fuertes. Al tiempo que cambiaba el sistema variaban las normas y la teoría». Y continúa: «En general se puntúa mal, muy mal, porque la enseñanza de este aspecto de la lengua no suele darse. En mi facultad y universidad puntúan rematadamente mal los decanos, los rectores, los profesores de lengua... Eso va en la desidia general hacia la educación y la cultura».
O sea, que sí, que hay viento fuerte. Pero: «En modo alguno hay que cambiar las reglas», añade Salvador Gutiérrez. «Las reglas de puntuación no son en sí mismas difíciles. Exigen más tiempo y se asimilan algo más tarde porque están muy ligadas a la comprensión de las estructuras sintácticas». Y Leonardo Gómez Torrego se apunta: «La puntuación cuesta porque lo bueno cuesta, pero las normas son necesarias. Hablamos de que es un signo de los tiempos, de que vivimos una época que requiere concisión. Pero es que la puntuación está para eso, para ser preciso. Yo he sido profesor y sé la diferencia que hay entre corregir un examen bien puntuado y uno mal puntuado». Y termina: «No creo que sea una batalla perdida; están las nuevas tecnologías, pero también somos muchos, muchas instituciones trabajando».
Otra cosa es que la labor normativa siempre vaya por detrás de los usos: «El sistema de puntuación nunca sirvió exclusivamente para la expresión oral», explica Jauralde, «sino para ordenar sintácticamente el lenguaje escrito, lo que a veces coincide (en los puntos, por ejemplo) con marcas del lenguaje oral y otras no. La coma no indica siempre una pausa (ni una sinalefa, ni un silencio, etcétera). Es uno de los errores en los que ahora va entrando la RAE y que, por cierto, no suele estar en las [normativas] del siglo XIX. De manera que para el lenguaje oral el sistema de puntos y comas es impertinente, como puede observar cualquiera cuando habla. Solo es pertinente cuando se realiza oralmente un escrito (cuando se lee) o cuando se proyecta por escrito algo que hablas (escribes)...». Y una coda a esta idea: «Efectivamente se viene produciendo (¡pero en el lenguaje escrito solo!) exceso de comas, sobre todo en nuestros clásicos (por ejemplo en los Quijotes que nos dan a leer ahora)».
La última normativa para el gallego, por ejemplo, da libertad para que los hablantes usen o no los signos de interrogación y de exclamación de apertura, viejo invento español. «La Academia recomienda su uso desde 1754, aunque, al parecer, no fue habitual hasta el siglo XIX. Responde a la entonación que hacemos en español cuando hacemos una pregunta, que empezamos a preguntar desde el principio de la frase, y eso es algo que no ocurre en otros idiomas... Hombre, yo también me salto alguna interrogación de entrada cuando escribo en el móvil. No me parece imposible que con el tiempo los signos de interrogación y de exclamación de apertura terminen desapareciendo».
Última pregunta: ¿es el español un idioma de puntuación puñetera? «El español tiene el sistema de puntuación más nítido, más claro y más moderno de todos los idiomas de nuestro entorno», explica Gómez Torrego. «El capítulo sobre puntuación de la última Ortografía de la RAE es espléndido. Pero la puntuación no es objetiva ni estricta. Hay margen para que cada uno escriba con una puntuación más abierta o más trabada».
Y más en esa línea: «El sistema de puntuación ni está cerrado ni es matemático. Un mismo texto extenso casi siempre se puede puntuar de varias maneras, pero no de todas ni de cualquier manera. […] Los modelos de mejor puntuación siguen estando en los buenos escritores, mejor que en normas y gramáticas», termina Jauralde.
VIVIR SIN COMAS
Ni los romanos ni los griegos tenían
comas ni puntos y comas ni puntos y tampoco les fue tan mal así que mejor no
llevarse las manos a la cabeza si un profesor de Columbia dice que claro que sí
que las comas van a desaparecer y que tampoco será para tanto porque al fin y
al cabo ya puntuamos nuestros mensajes de móvil como el que echa maíz a las
gallinas que donde caiga la coma allí que se quedó y si los filólogos
consultados por el mundo dicen que qué locura es ésta habrá que recordarles que
ni los romanos ni los griegos tenían comas etcétera etcétera etcétera .
La costumbre es fuente de Derecho, sobre todo en el lenguaje. Y la costumbre que nos puede a todos es la de la pereza, la de no poner el punto al final del mensaje del móvil, la de olvidarnos de las comas después de los vocativos, la de saltarnos el signo de interrogación de apertura. Hasta aquí, todo es más o menos obvio. Lo nuevo es que un profesor de la Universidad de Columbia, John McWhorter, ha dicho que claro que van a desaparecer las comas y que tampoco pasará nada el día que eso ocurra, que los idiomas pueden funcionar perfectamente bien sin guardias de tráfico.
«Posible, sí es posible. De hecho, en los textos latinos clásicos no había signos de puntuación, ni acentuación gráfica ni siquiera un sistema de reglas para diferenciar mayúsculas y minúsculas», explica Salvador Gutiérrez, académico de la RAE y director de la Escuela de Gramática Emilio Alarcos Llorach la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. «Sin embargo, la aparición de estos sistemas representó un innegable avance en la escritura. Eliminarlos, representaría un evidente retroceso».
¿No están las comas desde siempre? «No, no las ha habido siempre. Los primeros intentos de puntuar los textos son de Aristófanes, que ponía marcas en sus textos. En la Edad Media hubo más tentativas. Los escribanos empleaban un punto en lo alto para marcar el final de un periodo, un punto en medio para separar unidades gramaticales menores y un punto bajo, que ya llamaban coma, para separaciones más pequeñas». El que habla ahora es Leonardo Gómez Torrego, filólogo del CSIC y miembro del Consejo Asesor de la Fundación del Español Urgente, Fundéu-BBVA.
«Esas tentativas de puntuación estaban en función de las pausas en la pronunciación, y claro, las pausas son muy libres, cada uno las hace como quiere», continúa Gómez Torrego. «Con la imprenta, los intentos se hacen más serios», prosigue. «Nebrija, por ejemplo, estuvo en esa tarea, aunque era demasiado ortodoxo, estaba muy pegado a la tradición clásica, y fue muy tímido».
«En realidad, toda la puntuación fue muy tentativa hasta que apareció la Real Academia Española. En el siglo XVII ya había comas, puntos y puntos y comas», explica Gómez Torrego.
«A partir de ahí, el trabajo se fue perfilando poco a poco, la puntuación dejó de estar en función de la entonación y tomó la función de desambiguar: evitar que hubiera ambigüedades semánticas en los textos, primero; separar los elementos sintácticos, después...».
Y ahora que ya estamos presentados, ¿es verdad que la puntuación es una zona gris del idioma, de los idiomas? Se podría pensar que, ya que lo normal es puntuar mal, ¿no será que la norma es demasiado severa? Volvemos a lo de la costumbre como fuente de Derecho. «El sistema [de puntuación] no llegó a estabilizarse más que a lo largo de los siglos XVIII y XIX, a través de formulaciones de la Real Academia Española que, a su vez, seguían el criterio de los buenos autores», explica en un correo electrónico Pablo Jauralde, catedrático de Literatura Española de la Universidad Autónoma de Madrid. La estabilidad histórica en la lengua no existe nunca, por tanto esa relativa estabilidad [del sistema de puntuación] sufre de embates diferentes, que en estos momentos son muy fuertes. Al tiempo que cambiaba el sistema variaban las normas y la teoría». Y continúa: «En general se puntúa mal, muy mal, porque la enseñanza de este aspecto de la lengua no suele darse. En mi facultad y universidad puntúan rematadamente mal los decanos, los rectores, los profesores de lengua... Eso va en la desidia general hacia la educación y la cultura».
O sea, que sí, que hay viento fuerte. Pero: «En modo alguno hay que cambiar las reglas», añade Salvador Gutiérrez. «Las reglas de puntuación no son en sí mismas difíciles. Exigen más tiempo y se asimilan algo más tarde porque están muy ligadas a la comprensión de las estructuras sintácticas». Y Leonardo Gómez Torrego se apunta: «La puntuación cuesta porque lo bueno cuesta, pero las normas son necesarias. Hablamos de que es un signo de los tiempos, de que vivimos una época que requiere concisión. Pero es que la puntuación está para eso, para ser preciso. Yo he sido profesor y sé la diferencia que hay entre corregir un examen bien puntuado y uno mal puntuado». Y termina: «No creo que sea una batalla perdida; están las nuevas tecnologías, pero también somos muchos, muchas instituciones trabajando».
Otra cosa es que la labor normativa siempre vaya por detrás de los usos: «El sistema de puntuación nunca sirvió exclusivamente para la expresión oral», explica Jauralde, «sino para ordenar sintácticamente el lenguaje escrito, lo que a veces coincide (en los puntos, por ejemplo) con marcas del lenguaje oral y otras no. La coma no indica siempre una pausa (ni una sinalefa, ni un silencio, etcétera). Es uno de los errores en los que ahora va entrando la RAE y que, por cierto, no suele estar en las [normativas] del siglo XIX. De manera que para el lenguaje oral el sistema de puntos y comas es impertinente, como puede observar cualquiera cuando habla. Solo es pertinente cuando se realiza oralmente un escrito (cuando se lee) o cuando se proyecta por escrito algo que hablas (escribes)...». Y una coda a esta idea: «Efectivamente se viene produciendo (¡pero en el lenguaje escrito solo!) exceso de comas, sobre todo en nuestros clásicos (por ejemplo en los Quijotes que nos dan a leer ahora)».
La última normativa para el gallego, por ejemplo, da libertad para que los hablantes usen o no los signos de interrogación y de exclamación de apertura, viejo invento español. «La Academia recomienda su uso desde 1754, aunque, al parecer, no fue habitual hasta el siglo XIX. Responde a la entonación que hacemos en español cuando hacemos una pregunta, que empezamos a preguntar desde el principio de la frase, y eso es algo que no ocurre en otros idiomas... Hombre, yo también me salto alguna interrogación de entrada cuando escribo en el móvil. No me parece imposible que con el tiempo los signos de interrogación y de exclamación de apertura terminen desapareciendo».
Última pregunta: ¿es el español un idioma de puntuación puñetera? «El español tiene el sistema de puntuación más nítido, más claro y más moderno de todos los idiomas de nuestro entorno», explica Gómez Torrego. «El capítulo sobre puntuación de la última Ortografía de la RAE es espléndido. Pero la puntuación no es objetiva ni estricta. Hay margen para que cada uno escriba con una puntuación más abierta o más trabada».
Y más en esa línea: «El sistema de puntuación ni está cerrado ni es matemático. Un mismo texto extenso casi siempre se puede puntuar de varias maneras, pero no de todas ni de cualquier manera. […] Los modelos de mejor puntuación siguen estando en los buenos escritores, mejor que en normas y gramáticas», termina Jauralde.
LITERATURA UNIVERSAL: HENRY JAMES
En esta ocasión, el apartado al que hace referencia la siguiente reseña de Guelbenzu es el de los orígenes de la novela policíaca. En ella se habla del libro Cuentos de detectives victorianos. Varios autores. Selección y prólogo de Ana Useros. Traducción de Catalina Martínez Muñoz. Alba Editorial. Barcelona, 2014. La reseña se publicó el 8 de marzo de 2014.
La mayoría de los autores aquí recopilados han pasado a la historia tras cumplir con su momento de gloria; de hecho, solo sobreviven Dickens, Wilkie Collins, Conan Doyle y, en menor medida, M. P. Shiel. Esto hace doblemente interesante la antología porque despliega ante nosotros un material, si no perdido, sí olvidado. Y lo cierto es que leyendo estos cuentos vamos a encontrar interesantes historias que conforman el caldo de cultivo de un género que alcanzó su máxima sofisticación en la primera mitad del siglo XX.
Los detectives que pueblan estos relatos son hombres esforzados que persiguen delincuentes con más tenacidad que ingenio. Hay carreras, persecuciones, mamporros y bajos fondos o persecuciones rurales por doquier. Los mismos Dickens y Collins se dedican a presentarnos a los policías como un equipo de decididos defensores de la ley y el orden, de manera un tanto naif en el primero y con un excelente sentido del humor en el segundo. Pero lo cierto es que, en el conjunto de autores, lo que encontramos son los temas y tipos que harán del género una literatura de éxito y el paso de la aventura folletinesca al relato deductivo.
Por ejemplo, ¿quién iba a sospechar que ya en la época victoriana había mujeres detectives? Pues ahí están la Loveday Brooke del relato de C. L. Pirkis o la detective profesional Dorcas Dene, que dispone hasta de un redactor de sus aventuras, lo mismo que Holmes dispone de Watson. No es la única, también el Martin Hewitt de Arthur Morrison dispone de cronista y, en su caso, se trata de un detective deductivo a lo Holmes aunque más pegado a la realidad. Hay policías que cuentan sus casos, como sucede en los relatos de McLevy, aunque son simples porque Scotland Yard está recién creado y no importa tanto la sorpresa como la creación de un clima. El que firma Waters introduce por vez primera análisis de laboratorio y estudio de pistas; y tenemos ejercicios de desencriptamiento de un texto como en el caso de Forrester. Hay aventuras puras, como en el caso de ‘La misteriosa pierna humana’, donde la emoción procede de la necesidad de evitar que una carta llegue a su destino, muy a lo Collins, dentro de un chantaje. Hay autores como Grant Allen, de enorme cultura y decidido darwinista, que se revela como un autor sutil, ingenioso y bromista, y no faltan ni un secreto del pasado ni el detective diletante, deductivo, rico por su familia y opinante sobre todo lo divino y humano como el príncipe Zalesky de Shiel, que todo lo resuelve desde su chaisse longue. También disponemos de una escritora, caso todavía infrecuente en el género: Ellen Wade.
En resumen: un libro inexcusable para los amantes del género. Y para los que no lo son. Al fin y al cabo, el misterio es siempre el misterio.
EL MISTERIO ES SIEMPRE EL MISTERIO
EL GÉNERO DETECTIVESCO nació y se
consolidó en la Inglaterra
victoriana, aunque hay que reconocer que mantiene algunas deudas con ciertos
autores franceses como Emile Gaboriau o Gaston Leroux, y aunque reconozcamos
igualmente que el primer ejemplo de detective deductivo se concibió en
Norteamérica, de la mano e imaginación de Edgar Poe; lo cual tampoco es tan
claro, como demuestra el primer relato de esta antología, La cámara secreta, de
William Burton, que plantea por vez primera un asunto clásico: el problema de
la habitación cerrada. Pero, en definitiva, lo importante de esta antología es
el acierto con que nos introduce en el mundo y momento en que nace y se
desarrolla el más famoso de los detectives del mundo: Sherlock Holmes.
La mayoría de los autores aquí recopilados han pasado a la historia tras cumplir con su momento de gloria; de hecho, solo sobreviven Dickens, Wilkie Collins, Conan Doyle y, en menor medida, M. P. Shiel. Esto hace doblemente interesante la antología porque despliega ante nosotros un material, si no perdido, sí olvidado. Y lo cierto es que leyendo estos cuentos vamos a encontrar interesantes historias que conforman el caldo de cultivo de un género que alcanzó su máxima sofisticación en la primera mitad del siglo XX.
Los detectives que pueblan estos relatos son hombres esforzados que persiguen delincuentes con más tenacidad que ingenio. Hay carreras, persecuciones, mamporros y bajos fondos o persecuciones rurales por doquier. Los mismos Dickens y Collins se dedican a presentarnos a los policías como un equipo de decididos defensores de la ley y el orden, de manera un tanto naif en el primero y con un excelente sentido del humor en el segundo. Pero lo cierto es que, en el conjunto de autores, lo que encontramos son los temas y tipos que harán del género una literatura de éxito y el paso de la aventura folletinesca al relato deductivo.
Por ejemplo, ¿quién iba a sospechar que ya en la época victoriana había mujeres detectives? Pues ahí están la Loveday Brooke del relato de C. L. Pirkis o la detective profesional Dorcas Dene, que dispone hasta de un redactor de sus aventuras, lo mismo que Holmes dispone de Watson. No es la única, también el Martin Hewitt de Arthur Morrison dispone de cronista y, en su caso, se trata de un detective deductivo a lo Holmes aunque más pegado a la realidad. Hay policías que cuentan sus casos, como sucede en los relatos de McLevy, aunque son simples porque Scotland Yard está recién creado y no importa tanto la sorpresa como la creación de un clima. El que firma Waters introduce por vez primera análisis de laboratorio y estudio de pistas; y tenemos ejercicios de desencriptamiento de un texto como en el caso de Forrester. Hay aventuras puras, como en el caso de ‘La misteriosa pierna humana’, donde la emoción procede de la necesidad de evitar que una carta llegue a su destino, muy a lo Collins, dentro de un chantaje. Hay autores como Grant Allen, de enorme cultura y decidido darwinista, que se revela como un autor sutil, ingenioso y bromista, y no faltan ni un secreto del pasado ni el detective diletante, deductivo, rico por su familia y opinante sobre todo lo divino y humano como el príncipe Zalesky de Shiel, que todo lo resuelve desde su chaisse longue. También disponemos de una escritora, caso todavía infrecuente en el género: Ellen Wade.
En resumen: un libro inexcusable para los amantes del género. Y para los que no lo son. Al fin y al cabo, el misterio es siempre el misterio.
LITERATURA UNIVERSAL: HENRY JAMES
El artículo que acabo de volcar, dedicado a Lovecraft, venía enlazado a este otro, que nos informa de novedades editoriales sobre literatura fantástica.
LOS FANTASMAS ACECHAN
La literatura fantástica es un arte de carencia y
deseo: buscamos todo cuanto nos falta, todo aquello que la realidad no
satisface y que, sin embargo, una vez hallado nos induce al temor a perderlo o
al horror de haberlo encontrado. Esta cadencia entre falta y deseo es propia de
cada individuo, pero también de cada época. Las historias de fantasmas nos
atraen porque, en ellas, exploramos miedos humanos —a la muerte, al recuerdo—,
pero también porque sugieren cuanto está ausente en la realidad colectiva. La
nuestra es una época de economía inmaterial, en la que todo cuanto es sólido se
disuelve en el aire. Nuestras casas y prendas ya no son nuestras —y acaso
tampoco nuestras vidas—, ¿a quién pertenecen entonces?, ¿nos hemos convertido
en fantasmas de casas y cuerpos que no nos pertenecen?
En El hombre que perseguía al tiempo, de
Diane Setterfield, el capitalista vislumbra, alucinado, dos paisajes bajo la
lluvia: en el primero, avista un titánico centro comercial donde solo hay una
hondonada; en el segundo, el templo del consumo que él mismo erigió se derrumba
como una cascada de cristal y mármol. Parecen contradecirse, pero ambos afirman
lo mismo, que todo aquel afán de edificar y enriquecerse era solo un espejismo:
la superficie tersa y brillante de una pompa rellena de aire. La nuestra, qué
duda cabe, es una época de burbujas que estallan, pero también lo son nuestras
vidas, que pasamos como niños persiguiendo pompas de jabón. Cuando por fin se
desvanecen, buscamos dentro de ellas al fantasma de nuestros días.
Nada tiene de extraño que nos gusten los
fantasmas, tanto los de nuestra era como aquellos que, en otros tiempos,
ejecutaban ya esta eterna danza entre la carencia y el deseo. Comencemos, pues,
con una de aquellas viejas historias que hoy nos siguen seduciendo: escondida
entre pilas de legajos polvorientos, un anticuario encuentra una carta en
latín, la angustiada confesión de un vicario, en la que advierte a los curiosos
que se guarden de buscar el relicario de la rectoría de… Faltan datos, pero el
aplicado erudito encontrará el lugar exacto, excavará la undécima tumba y, por
supuesto, hallará el relicario. Desde ese instante, un vaho le acechará a cada
paso, le perseguirá un olor a moho y, atisbará, desde su ventana, una figura
harapienta que parecerá cada noche más cercana. M. R. James jamás
escribió este relato, pero podría haberlo hecho, pues la mayoría de sus Cuentos
de fantasmas (1904-1928) nos hablan de arqueólogos y estudiosos que
encuentran documentos que sugieren espantos, demonios que habitan todavía los
sitiales del coro o el vitral de la abadía, grabados por los que pululan
espectros y tesoros custodiados por criaturas hediondas.
Siruela reedita sus Cuentos
de fantasmas, una selección de algunas de sus mejores historias;
sin embargo, si James regresara ahora como alma en pena, quizá se sorprendiera
al descubrir que sus únicos escritos reeditados sean sus relatos terroríficos.
Montague Rhodes James fue medievalista de prestigio, experto en apócrifos,
catedrático en Cambridge, rector en Eton. Dedicó su vida a la historia, la
arqueología y el estudio de los clásicos y, de cuando en cuando, pergeñaba
cuentecillos como divertimento. James comenzó leyéndolos ante sus amigos de la Chitchat Society
y pronto sus lecturas se convirtieron en un acontecimiento. Revisitados hoy,
podemos imaginar a sus colegas y alumnos escuchándole y pasando de la sonrisa
al escalofrío. Sus personajes resultan jocosos en su grisura y, sin duda, James
gozaba ironizando sobre la cotidianidad de académicos y anticuarios; sin
embargo, esa banalidad queda pronto impregnada por un hálito maligno, por un
miasma del pasado que se va volviendo más intenso hasta adoptar, por un
instante, una forma táctil e insoportable.
La muerte vela por los contornos de los objetos y
prendas del pasado y, de algún modo, quienes los palpan e investigan acaban
envueltos por ese mismo velo. Los cuentos de fantasmas nos plantean a un tiempo
el enigma de la muerte y el enigma del pasado: ¿quiénes habitaron la casa?,
¿qué soñaban?, ¿qué queda de ellos? Preguntas que, en el fondo, no atañen sino
a nuestra propia mortalidad y a la fugacidad de nuestro tránsito sobre la
tierra. Esta angustia por la muerte late también en otro notable cuento
victoriano, La casa y el cerebro (1859), de Edward Bulwer-Lytton,
recientemente reeditado por Impedimenta. Regresamos a la morada embrujada por
pasiones que siguen latiendo en las paredes, recuerdos de una tragedia
desgajada del tiempo, repetida sin fin, reticente a abandonarnos.
En La casa y el cerebro,
Bulwer-Lytton se despoja del ropaje gótico de Zanoni (1842) para ofrecer una
historia más moderna, plagada de fenómenos sobrenaturales que ascienden hacia
un clímax de alucinación y miedo, en el que entrevemos un éter por el que
flotan larvas y entidades, como amebas vistas por el microscopio. Bulwer-Lytton
parece dar un paso adelante, pues atribuye las apariciones a una voluntad tan
poderosa como humana. En la segunda parte del relato, conoceremos al hombre
capaz de detentar semejante poder sobre la materia y sobre la mente de sus
semejantes. Sin embargo, es aquí donde el paso adelante de Bulwer-Lytton
resulta ser un paso en falso, pues si bien niega la existencia de fantasmas,
nos devuelve la angustia por la mortalidad, el anhelo de la vida eterna, el
deseo de permanecer, para siempre, en el mundo de los vivos.
Dicha angustia, dicho anhelo, explica en parte el
éxito del que gozan todavía los cuentos espectrales. Quizá por ello, a los
editores ingleses de El hombre que perseguía al tiempo (2013) no les
tembló el pulso al venderla como ghost story, una ávida engañifa que,
no obstante, lo es solo en parte. Es un embuste porque no hay en ella espectros
o aparecidos —y, de hecho, la edición castellana de Lumen prescinde de este
subterfugio—, pero tiene algo de cierto en la medida en que retrata a un
personaje convertido, en vida y por su propia mano, en un fantasma.
El hombre que perseguía al tiempo carece
de la riqueza literaria y bibliófila del anterior libro de Diane Setterfield, El
cuento número trece; pero comparte con él un rasgo de interés,
pues en ambos casos sus protagonistas reniegan de la vida y se enclaustran en
torres de libros o montañas de números, en relatos o cálculos que suplantan la
vida. William Bellman —protagonista de la obra— es un industrioso súbdito
inglés que levanta empresas y amasa fortunas, mejora la producción, moderniza
fábricas, abre mercados y, a la postre, resulta incapaz para la vida. Durante
la primera parte de la novela, la amabilidad con la que Setterfield evoca la
juventud de William resulta irritante, pues la autora olvida su condición de
explotador e idealiza su relación con los obreros; sin embargo, en la segunda
parte comprendemos que era la melancolía quien doraba la luz de aquellos días.
Tras una serie de tragedias, Bellman decide
erigir un emporio de pompas fúnebres en Londres, pero los difuntos no son tanto
sus clientes como él mismo: será él quien acabe enterrado dentro de un
gigantesco mausoleo, el centro comercial de artículos luctuosos que dirige y gobierna
mientras se va consumiendo. Karl Marx sugirió que el capitalismo es materia muerta que
vampiriza músculo y latido, jornadas que acortan nuestro aliento por un sueldo,
el tiempo de la vida convertido en tiempo de muerte a cambio de dinero. Aunque
de manera inconsciente, Diane Setterfield ilustra esta premisa y la novela, que
avanza con la solemnidad y el boato de un regio funeral victoriano, acaba no
siendo nada más que el epitafio de un hombre insignificante. La vida del
fantasma William Bellman queda narrada y, sin embargo, quedan por contar todas
aquellas otras de las costureras, dependientas y contables a los que Bellman
vació también de vida.
Una bandada de grajos sobrevuela El hombre
que perseguía al tiempo. Los grajos son presagios de muerte, omina
mortis que un augur habría escuchado para, después, menear la cabeza y
anunciarnos que no hay esperanza. Pero los grajos vuelan también en nubes de
algarabía, proclamando que, por funesto que sea el presagio, la vida sucede
mientras tanto y que, por más que efímera, la vida que vuela es también un
espectáculo. Quizá era esta la lección que debieron aprender los personajes de
James —anhelantes de objetos polvorientos, incunables y basura de otros
tiempos, afanados en leer cronicones medievales para escribir mamotretos
académicos y legarlos al porvenir—, que la vida, entretanto, estaba en otra
parte, acaso en momentos tan mundanos como los almuerzos, las charlas y los
paseos.
También Robertson
Davies conocía bien la vanidad y la trivialidad de la vida académica, pues
no en vano fue decano de Massey College desde 1963. Ese mismo año comenzó a
escribir anualmente un relato de fantasmas para las celebraciones navideñas. En
1982, ya retirado, las recopiló bajo el título Espíritu festivo,
recientemente publicado por Libros del Asteroide. Las lecturas de Davies
debieron divertir tanto a su público como a aquellas de M. R. James, pero
no estremecerían ni a un ratón, pues su reino es el de la parodia y la farsa.
En parte, la culpa la tiene Massey College, un edificio recién estrenado,
flagrantemente nuevo —nada que ver, por tanto, con la vetusta mampostería
gótica que arropa a los fantasmas británicos—; pero el principal responsable de
esta indecorosa falta de pavor la tiene el propio Davies.
Tras convertirse a sí mismo en personaje de sus
cuentos, Davies se pasea junto a las ánimas ilustres de la reina Victoria,
santa Lucía, lord Fauntleroy, Satanás, Frank Einstein o incluso Henrik Ibsen,
que se asoma por allí para fruncir el entrecejo. Como todos los fantasmas, los
de Davies algo quieren —leer su tesis, comer hasta reventar, ser reconocidos
por la crítica o volver a casa por Navidad— y el autor los acoge amablemente,
aun a sabiendas de que habrán de traerle quebraderos de cabeza. “Los fantasmas
son unos ególatras desmesurados: la fuerza viva de la egolatría que se niega a
aceptar la realidad de la muerte”, escribe Davies, y acaso sea esta vanidad la
que les otorga su inusitada vivacidad de ultratumba, esa pasión por bagatelas y
fruslerías que da sazón a cada uno de nuestros días; pues también nosotros
somos fantasmas embargados por deseos elevados, que intentamos satisfacer
mientras la vida —como una pompa— se nos escapa entre las manos.
El hombre que perseguía
al tiempo. Diane Setterfield. Traducción
de Rubén Martín Giráldez. Lumen. Barcelona, 2013. 336 páginas. 20,90 euros.
Cuentos de fantasmas.
M. R. James. Varios traductores. Siruela. Madrid, 2014. 344 páginas. 19,95
euros.
La casa y el
cerebro. Edward Bulwer-Lytton. Traducción de Arturo
Agüero Herranz. Impedimenta. Madrid, 2013. 108 páginas. 14,95 euros.
LITERATURA UNIVERSAL: HENRY JAMES
Recientemente (2014-03-08) se ha publicado el siguiente artículo en el periódico El País, que puede completar el apartado de los orígenes y evolución de la novela gótica.
El caso de Charles Dexter Ward (Acantilado) comienza precisamente con el recuerdo dorado de Providence, retomando los paseos juveniles que Lovecraft relataba en sus cartas. Lovecraft amaba Providence porque fue ella quien alumbró su vida estética y espiritual, porque fue en sus arboledas donde de niño levantó altares a Pan, Diana y Minerva, donde creyó ver a faunos y dríadas; allí fue donde descubrió, en la biblioteca de su abuelo, los tesoros mitológicos de Grecia y Las mil y una noches; pero Lovecraft amaba también Providence porque en ella el pasado sobrevivía al presente y, entre otras cosas, las obras de Lovecraft nos hablan del intento de derrotar al tiempo, esa “especie de especial enemigo mío”.
Lovecraft era un soñador inmenso a la par que un materialista convencido y, debido a ello, sus personajes intentan escapar al tiempo o vulnerar las leyes físicas, pero acaban estrellándose contra el horror de haberlas transgredido. En El resucitador (Periférica), Herbert West inyecta en las venas de los cadáveres “el impulso que los llevará de vuelta a ese estado motriz al que llamamos vida”; en Charles Dexter Ward, Joseph Curwen conjura a los muertos desde sus cenizas para interrogarles sobre saberes prohibidos; los ancianos de Las montañas de la locura despiertan de un sueño de eones para descubrir sus ciudades engullidas por el hielo antártico y estragadas por abominaciones que otrora fueran sus siervos. En todas ellas, el leve tiempo humano queda trascendido, pero solo para enfrentarse al horror de la carne corruptible, para ser devorado por el pasado hecho presente o para perderse en los océanos del infinito, donde nuestras vidas son solo polvo a la deriva.
La lucha contra el tiempo es un agon entre el antes y el después, ambos instancias del no-ser; no podemos ganar, pero sí fugarnos hacia la fantasía o el ensueño. La guerra de Lovecraft contra el tiempo le llevó a verse a sí mismo como un anciano, como un caballero dieciochesco que no hallaba su lugar ni en el siglo ni en las letras estadounidenses. El mundillo de la prensa amateur le ofrecía consuelo literario, pero no un lugar para su obra. El resucitador, por ejemplo, apareció en Home Brew, por encargo del editor G. J. Houtain. Lovecraft aceptó a regañadientes, disgustado por tener que doblegarse al trabajo mercenario y a la estructura de serial, con su típico clímax al final de cada episodio. Pese a ello, El resucitador es una joya de lo macabro y lo grotesco, una exploración de los límites del decoro artístico —es decir, de lo decible y lo mostrable— que, sin embargo, Lovecraft contempla con la complacencia irónica del espectador de una farsa granguiñolesca.
LOVECRAFT
EN LA TUMBA DE Howard Phillips
Lovecraft (1890-1937) se lee un sencillo epitafio, “yo soy Providence”. Bajo
ella yace el hombre cuya obra fue una lucha contra el tiempo. Lovecraft amaba
Providence como solo pueden amarse los paraísos perdidos de la infancia. Los
pórticos coloniales, las empinadas callejuelas, los álamos, los tejados y los
chapiteles georgianos, virados por el perpetuo crepúsculo de la memoria; poco
queda ya de todo aquello salvo en las cartas, cuentos y sueños de Lovecraft.
Con motivo de las tres últimas reediciones de sus obras —dos de Acantilado y
una de Periférica— y la aparición de una nueva antología de cuentos
lovecraftianos —editada por Valdemar—, regresamos a las páginas del autor de
Providence.
El caso de Charles Dexter Ward (Acantilado) comienza precisamente con el recuerdo dorado de Providence, retomando los paseos juveniles que Lovecraft relataba en sus cartas. Lovecraft amaba Providence porque fue ella quien alumbró su vida estética y espiritual, porque fue en sus arboledas donde de niño levantó altares a Pan, Diana y Minerva, donde creyó ver a faunos y dríadas; allí fue donde descubrió, en la biblioteca de su abuelo, los tesoros mitológicos de Grecia y Las mil y una noches; pero Lovecraft amaba también Providence porque en ella el pasado sobrevivía al presente y, entre otras cosas, las obras de Lovecraft nos hablan del intento de derrotar al tiempo, esa “especie de especial enemigo mío”.
Lovecraft era un soñador inmenso a la par que un materialista convencido y, debido a ello, sus personajes intentan escapar al tiempo o vulnerar las leyes físicas, pero acaban estrellándose contra el horror de haberlas transgredido. En El resucitador (Periférica), Herbert West inyecta en las venas de los cadáveres “el impulso que los llevará de vuelta a ese estado motriz al que llamamos vida”; en Charles Dexter Ward, Joseph Curwen conjura a los muertos desde sus cenizas para interrogarles sobre saberes prohibidos; los ancianos de Las montañas de la locura despiertan de un sueño de eones para descubrir sus ciudades engullidas por el hielo antártico y estragadas por abominaciones que otrora fueran sus siervos. En todas ellas, el leve tiempo humano queda trascendido, pero solo para enfrentarse al horror de la carne corruptible, para ser devorado por el pasado hecho presente o para perderse en los océanos del infinito, donde nuestras vidas son solo polvo a la deriva.
La lucha contra el tiempo es un agon entre el antes y el después, ambos instancias del no-ser; no podemos ganar, pero sí fugarnos hacia la fantasía o el ensueño. La guerra de Lovecraft contra el tiempo le llevó a verse a sí mismo como un anciano, como un caballero dieciochesco que no hallaba su lugar ni en el siglo ni en las letras estadounidenses. El mundillo de la prensa amateur le ofrecía consuelo literario, pero no un lugar para su obra. El resucitador, por ejemplo, apareció en Home Brew, por encargo del editor G. J. Houtain. Lovecraft aceptó a regañadientes, disgustado por tener que doblegarse al trabajo mercenario y a la estructura de serial, con su típico clímax al final de cada episodio. Pese a ello, El resucitador es una joya de lo macabro y lo grotesco, una exploración de los límites del decoro artístico —es decir, de lo decible y lo mostrable— que, sin embargo, Lovecraft contempla con la complacencia irónica del espectador de una farsa granguiñolesca.
Charles Dexter Ward ni
siquiera llegó a ser publicada en vida de Lovecraft. En ella, la crónica
histórica y la investigación erudita descienden en espiral hacia un horror
inefable; poco a poco, se multiplican los adjetivos, proliferan los adverbios,
pero solo para apuntar hacia un lugar tan espantoso que no puede ser nombrado,
pero sí evocado como una sensación aborrecible, ominosa, blasfema. Otro tanto
sucede con En las montañas de la locura, que comienza con el
rigor del registro científico para ir fundiéndose —como un carámbano— hacia el
horror de lo informe y hacia esa poesía melancólica y sublime que solo poseen
las civilizaciones perdidas y los desiertos de la Antártida. En
las montañas de la locura desagradó a los lectores de Astounding
Stories, más acostumbrados a “la convencionalidad, la banalidad, lo
artificioso, las falsas emociones y lo estrambótico” que Lovecraft achacaba a
la ciencia ficción.
Frente al desdén de su época,
legiones de seguidores y epígonos han encumbrado a Lovecraft post mortem.
Decía Baudelaire
que la mejor crítica a una obra artística es otra obra de arte, tal es el caso
de la antología Alas tenebrosas, seleccionada por S. T. Joshi. No
abundan en ella tentáculos, libros prohibidos y tópicos ni dioses de improbable
fonética, pero todos ellos nos permiten asomarnos a los abismos del tiempo y a
los misterios de un cosmos indiferente. Sus autores reinterpretan no el estilo
sino la filosofía lovecraftiana y nos hacen sentir de nuevo “el chirriar de
formas y entes exteriores en el límite más recóndito del universo conocido”. El
fantasma de Lovecraft regresará a Providence, Pickman volverá a retratar a sus
modelos, los demonios inferiores plagarán la tierra una vez más y la magia
antigua reinará de nuevo, ¿es posible homenaje mejor al hombre que intentó
doblegar el tiempo? En la tumba de Lovecraft se lee un sencillo epitafio, “yo
soy Providence”; a veces, un lápiz anónimo garabatea debajo: “que no está
muerto lo que eternamente puede yacer / y con los extraños eones hasta la
muerte misma puede morir”.
LITERATURA UNIVERSAL: PESSOA
Transcribo a continuación otra reseña sobre una traducción de Pessoa, en este caso el Libro del desasosiego, del que hemos visto en clase una adaptación cinematográfica, O filme do desasosego. La reseña apareció el 29/03/2013, en el periódico El País.
ÚLTIMAS NOTICIAS DEL INAGOTABLE PESSOA
La inmensa herencia literaria de Fernando Pessoa,
fruto de un afán inhumano de perfección que quedó plasmado en un legado
de cerca de 30.000 escritos ordenados, en su mayoría, de forma caótica
y embarullada, sigue regalando nuevos textos que aportan nuevas visiones
sobre este escritor inagotable. Fruto de la labor de zapa de dos estudiosos
de la obra del mayor poeta portugués contemporáneo aparecen ahora en
España una nueva edición del Libro del Desasosiego, con cinco textos
inéditos, y un volumen titulado Escritos sobre genio y locura, compuesto
por apuntes sobre psicopatologías y psiquiatría nunca publicados
en español (en Portugal lo fueron en 2006). Ambas, en Acantilado.
Richard Zenith, estadounidense de origen, portugués de adopción, considerado por muchos el mayor especialista de la obra de Pessoa, ha compuesto esta última edición del Libro del desasosiego. Entre los cinco textos sacados a la luz hay reflexiones sobre la muerte y sobre el hecho mismo de divagar. Y entre ellos, uno especialmente sintomático. Es el más largo y se compone de una deliciosa redacción sobre la niñez del poeta, sobre sus recuerdos de juego inventando personajes con las piezas del ajedrez y sobre la nostalgia infinita de la infancia. “Me dolía esto como hoy me duele no poder dar expresión a una vida. ¡Ah! Pero ¿por qué recuerdo yo esto? ¿Por qué no permanecí niño para siempre? ¿Por qué no morí yo allí, en uno de esos momentos?”.
Zenith tradujo Libro del Desasosiego al inglés y su primera edición en portugués data de 1998. Desde entonces ha elaborado 10 más. Tal cantidad de versiones obedece a las circunstancias azarosas en que se descubrió a principios de 1980 el manuscrito, dentro de un sobre en un arcón que albergó durante décadas la confusa, ingente y desordenada herencia literaria del escritor.
“Pessoa dejó ciertas indicaciones para la composición del libro, pero estas no son exhaustivas y, a veces, se contradicen con otras que dejó en otra parte, por eso se encuentran textos traspapelados que aunque no llevan indicación ninguna, por su temática o estilo deben figurar en el Libro del desasosiego”, explica Zenith.
Pessoa rehacía, destruía y guardaba. Olvidaba proyectos, los retomaba años después y los modificaba en una mañana. Añadía una hoja a un volumen inacabado que luego traspapelaba. Escribía en cuartillas ordenadas a veces, pero otras lo hacía en sobres, en notas de contabilidad, en el reverso de circulares empresariales. Reemprendía obras que se multiplicaban como un árbol ramificado hasta el infinito, llevaba adelante varios libros a la vez... Daba la impresión de que el peso mismo de su deseo de escribir le sepultaba, que le atenazaba el no poder controlar su propia e inmensa ambición reconvertida continuamente en un creciente caos en búsqueda de belleza.
Y buena parte de eso acabó, inconcluso, en el arcón. “Todo ello se debe a su perfeccionismo. Él sostenía que la perfección no era posible, tal vez en un poema corto, pero la vida de un hombre no daba para otorgar la perfección a una obra de mayor extensión. Aun así, no se conformaba. De ahí sus avances y retrocesos”, añade Zenith.
La aparente falta de orden y la —previsible e inevitable— arbitrariedad en la composición —siempre póstuma— del Libro del Desasosiego deben importar mucho al lector. “Este es un hermoso ejemplo de no-libro. Se puede leer de arriba abajo, de abajo arriba, picoteando, eligiendo al azar una página…”, asegura Zenith, que recientemente ha recibido en Portugal el prestigioso Premio Pessoa por su labor investigadora y literaria. Y añade que el volumen encierra una sorprendente modernidad. “Fue escrito desde 1915 a 1934. Pero descubierto en 1982 y eso es poéticamente justo, porque pertenece al sentir de nuestros días. Cuando se escribió, Europa creía en la unidad, en la coherencia del yo, en esas cosas que han saltado por los aires y que el Libro del desasosiego, con su fragmentación no solo textual, refleja perfectamente”.
Por su parte, el estudioso colombiano Jerónimo Pizarro ha culminado y, en el caso de la edición española, traducido, Escritos sobre genio y locura, donde Pessoa, obsesionado desde muy joven por cuestiones de psiquiatría, expone sus hallazgos, sus reflexiones, su peculiar interés por algo que le atañía de cerca (él mismo se calificó poco antes de morir de histérico-neurasténico).
Pizarro se ha basado en un conjunto documental catalogado en la Biblioteca Nacional de Portugal como Ensayo sobre degeneración, genio y locura, que contiene 200 textos. Y ha añadido otros 400 relacionados con el tema tras examinar el inagotable archivo del poeta. “Para él, que poseía una formación autodidacta en psiquiatría, pero que llegó más lejos que cualquier psiquiatra portugués de la época, el genio se corresponde con una cierta dosis de locura, con cierta bipolaridad”, sostiene Pizarro, que añade: “El desequilibrio psíquico que acarrea este tipo de locura del genio es, para Pessoa, un cierto tipo de equilibrio superior al que se accede a través del arte”.
Pizarro explica que, gracias a los escritos de Pessoa sobre esta materia y a su propia experiencia personal, se puede rastrear la huella del genio en el arte o viceversa, más incluso que en artistas como Hölderlin o Van Gogh. Este estudioso, que ha editado otras obras del poeta portugués y que se conoce al dedillo los atajos de su inabarcable archivo, pronostica que su herencia catalogada hoy en la Biblioteca Nacional de Portugal seguirá devolviendo joyas. “Hay, en ese archivo inmenso, material para 300 libros de 100 páginas. Y solo se ha publicado la mitad”.
3º ESO: LA ORTOGRAFÍA ESMIRRIADA
Os ofrezco un nuevo artículo de Álex Grijelmo, esta vez dedicado a los problemas que las T.I.C. pueden provocan en la adquisición de una correcta ortografía.
Los personajes relacionados con la palabra han sido preguntados hasta la saciedad en estos últimos años sobre la influencia de la ortografía de los móviles en el idioma general. Ya se tratase de académicos, escritores o filólogos, solían responder con escepticismo sobre esa cuestión: no creían que el protagonista de una novela acabase diciendo “t. q.” en vez de “te quiero”.
La gigantesca telaraña construida ahora por nuestras comunicaciones no guarda parangón con ningún sucedido anterior, pero aun así contábamos con precedentes interesantes para imaginar estas conclusiones. Las personas se comunican de una forma o de otra a tenor de cada situación, y saben que unos registros se consideran prestigiosos y otros no.
Las abreviaturas y los símbolos han existido siempre entre quienes participaban de un código común: las equis que significaban besos al final de una carta; las equis que significaban “por” en los apuntes académicos…, incluso las equis que siguen significando “empate” en las quinielas.
Y además tuvimos la taquigrafía. Cuando esta técnica se inventó y se extendió entre los amanuenses de la época, podría haberse pensado que estaba naciendo un lenguaje especial, destinado a modificar la escritura conocida hasta entonces. Había argumentos, desde luego, pues esa ortografía aventajaba a la tradicional en rapidez y permitía una descodificación certera. La taquigrafía del español fue difundida a principios del siglo XIX (a partir de 1803) por el sabio Francisco de Paula Martí (1761-1827), cuyo hijo, Ángel Ramón, colaboraría más tarde en la transcripción de los debates de las Cortes de Cádiz. Aquel tratado de taquigrafía llevaba el siguiente título: Tachigrafía Castellana, o Arte de escribir con tanta velocidad como se habla y con la misma claridad que la escritura común. Su autor, el citado Martí, pensaba, pues, que aquellos signos se podían leer con toda comodidad. Y así puede suceder ahora con esas palabras esmirriadas que van de un teléfono a otro como si estuvieran en ayunas.
También tuvieron su lenguaje propio los viejos telegramas del siglo XX, de mayor difusión aún que la taquigrafía. Con telegramas se felicitaba y se daba un pésame, con telegramas se despedía a un trabajador o se le comunicaba su admisión. Obligados como los mensajes de hoy a una economía de palabras (por el precio), propiciaron un extendido lenguaje sin artículos ni preposiciones, en el que los pronombres enclíticos vivieron su época de grandeza: los textos reiteraban “comunícole”, “infórmesenos”, “apréciola”... para que dos vocablos contasen por el precio de uno. Incluso se cambiaba cada punto y seguido por la anglicada fórmula “stop”. Sin embargo, ese tipo de escritura se vio también reducida al registro adecuado, sin saltar a ningún otro lugar; como sucedió con los antiguos radioaficionados que se comunicaban diciendo “cambio” cada vez que terminaban una parrafada, a fin de dar paso a su interlocutor.
Esos lenguajes adaptados o creados por un sistema de comunicación se quedaron en él. Y corrieron su suerte. Todo hace presumir que ocurrirá lo mismo algún día con ese ejército de esqueletos que pueblan las comunicaciones de nuestro tiempo. Pero así como una taquígrafa podía transcribir un debate con signos famélicos y después escribir una carta personal con todas las letras, muchos jóvenes que se comunican hoy mediante abreviaturas y horrores ortográficos presentarán cuando lo deseen informes académicos impolutos. Y si no lo consiguen, no habrá que echarle la culpa al sistema de comunicación, sino al sistema educativo.
LA ORTOGRAFÍA ESMIRRIADA
El estudio elaborado por los
investigadores franceses sobre la ortografía de los mensajes de móvil
viene a demostrar lo que muchos intuían. Pero no por intuirse algo deja
de resultar importante que se demuestre.
Los personajes relacionados con la palabra han sido preguntados hasta la saciedad en estos últimos años sobre la influencia de la ortografía de los móviles en el idioma general. Ya se tratase de académicos, escritores o filólogos, solían responder con escepticismo sobre esa cuestión: no creían que el protagonista de una novela acabase diciendo “t. q.” en vez de “te quiero”.
La gigantesca telaraña construida ahora por nuestras comunicaciones no guarda parangón con ningún sucedido anterior, pero aun así contábamos con precedentes interesantes para imaginar estas conclusiones. Las personas se comunican de una forma o de otra a tenor de cada situación, y saben que unos registros se consideran prestigiosos y otros no.
Las abreviaturas y los símbolos han existido siempre entre quienes participaban de un código común: las equis que significaban besos al final de una carta; las equis que significaban “por” en los apuntes académicos…, incluso las equis que siguen significando “empate” en las quinielas.
Y además tuvimos la taquigrafía. Cuando esta técnica se inventó y se extendió entre los amanuenses de la época, podría haberse pensado que estaba naciendo un lenguaje especial, destinado a modificar la escritura conocida hasta entonces. Había argumentos, desde luego, pues esa ortografía aventajaba a la tradicional en rapidez y permitía una descodificación certera. La taquigrafía del español fue difundida a principios del siglo XIX (a partir de 1803) por el sabio Francisco de Paula Martí (1761-1827), cuyo hijo, Ángel Ramón, colaboraría más tarde en la transcripción de los debates de las Cortes de Cádiz. Aquel tratado de taquigrafía llevaba el siguiente título: Tachigrafía Castellana, o Arte de escribir con tanta velocidad como se habla y con la misma claridad que la escritura común. Su autor, el citado Martí, pensaba, pues, que aquellos signos se podían leer con toda comodidad. Y así puede suceder ahora con esas palabras esmirriadas que van de un teléfono a otro como si estuvieran en ayunas.
También tuvieron su lenguaje propio los viejos telegramas del siglo XX, de mayor difusión aún que la taquigrafía. Con telegramas se felicitaba y se daba un pésame, con telegramas se despedía a un trabajador o se le comunicaba su admisión. Obligados como los mensajes de hoy a una economía de palabras (por el precio), propiciaron un extendido lenguaje sin artículos ni preposiciones, en el que los pronombres enclíticos vivieron su época de grandeza: los textos reiteraban “comunícole”, “infórmesenos”, “apréciola”... para que dos vocablos contasen por el precio de uno. Incluso se cambiaba cada punto y seguido por la anglicada fórmula “stop”. Sin embargo, ese tipo de escritura se vio también reducida al registro adecuado, sin saltar a ningún otro lugar; como sucedió con los antiguos radioaficionados que se comunicaban diciendo “cambio” cada vez que terminaban una parrafada, a fin de dar paso a su interlocutor.
Esos lenguajes adaptados o creados por un sistema de comunicación se quedaron en él. Y corrieron su suerte. Todo hace presumir que ocurrirá lo mismo algún día con ese ejército de esqueletos que pueblan las comunicaciones de nuestro tiempo. Pero así como una taquígrafa podía transcribir un debate con signos famélicos y después escribir una carta personal con todas las letras, muchos jóvenes que se comunican hoy mediante abreviaturas y horrores ortográficos presentarán cuando lo deseen informes académicos impolutos. Y si no lo consiguen, no habrá que echarle la culpa al sistema de comunicación, sino al sistema educativo.
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