martes, 11 de febrero de 2014

LITERATURA UNIVERSAL: PESSOA

Creo que puede ser de vuestro interés esta reseña publicada en el número 29 de la revista El Cuaderno, de la editorial asturiana Trea. En el siguiente enlace podéis descargaros este número (en pdf) y los anteirores. Se trata de una reseña del siguiente libro:

Fernando Pessoa: Escritos sobre genio y locura. Edición, prólogo y traducción de Jerónimo Pizarro. Acantilado, 2013, 400 pp., 24,00 euros


El Cuaderno


FERNANDO PESSOA

Los equilibrios de la razón

Entre el deseo y el temor de la locura

Andrés Catalán
Recuerdo leer un decálogo de Roberto Bolaño acerca del arte de escribir cuentos en el que medio en broma medio en serio recomendaba, para no caer en la tentación de contar siempre lo mismo, no abordarlos de uno en uno, sino de tres en tres, de cinco en cinco, de nueve en nueve o incluso de quince en quince. En el caso de Fernando Pessoa tal premisa, la de escribir incesantemente multiplicando los proyectos, no tiene nada de humorada y es, de hecho, la causante de la inabarcable obra dispersa y fragmentaria que produjo, bajo tantos otros múltiples heterónimos, y que se conserva en el inmenso fondo pessoano de la Biblioteca Nacional de Lisboa. Es de ese fondo de donde Jerónimo Pizarro rescata este volumen, elaborado a partir de diversos manuscritos, entre los que destaca, por extenso, el catalogado como «Ensayo sobre la degeneración (genio y locura)», y que aborda por extenso diferentes fenómenos como la relación entre locura y genio, la originalidad, el talento, la salud, la belleza o, desde una visión psicológica, la polémica Shakespeare-Bacon (que tanto le interesa, dada la posibilidad de la heteronimia).

Grados de nerviosismo
Desafiando a Borges (siempre hay una cita del argentino para todo), que definió la genialidad como la más burda de las tentaciones del artista, Pessoa, convencido (o eso parece querer hacernos creer) de su doble condición de loco y genio, se afana en rastrear, analizar y reflexionar acerca de las relaciones de ambas fenomenologías, esto es, en responder preguntas como ¿depende el genio de la locura?, ¿es la locura condición sine qua non del artista? Diagnosticado a sí mismo como un histérico-neurasténico, el ávido lector de libros sobre psicopatología que era Pessoa, como indica Jerónimo Pizarro en otro lugar, se sirvió de sus conocimientos para crear y dotar de personalidad a sus heterónimos. Así,por ejemplo, su Charles Robert Anon dirá de sí mismo que es un «hombre; dieciocho años de edad, soltero (excepto en extraños momentos), megalómano, con toques de dipsomanía, dégénéré supérior, poeta»; Álvaro de Campos podrá escribir aquello de “¿Qué sé yo de lo que seré, yo que no sé lo que soy?/ ¿Ser lo que pienso? ¡Pero pienso ser tantas cosas!/ ¡Y hay tantos que piensan ser la misma cosa que no puede haber tantos!/ ¿Genio? En este momento/ cien mil cerebros se conciben en sueños genios como yo,/ y la historia no marcará,¿quién sabe?, ninguno,/ ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras./ No, no creo en mí./ ¡En todos los manicomios hay locos con tantas certezas!»; y el Bernardo Soares del Libro del desasosiego se entregará al torbellino de melancólicos pensamientos que lo caracterizan.

Cabría preguntarse qué interés tienen para el lector común los análisis que recoge este volumen, elaborados generalmente en un tono clínico y categórico que difiere totalmente de las líricas digresiones del Soares. Aunque en estas también actúa como motor principal la neurosis, enfermedad inevitable del homo urbanitas, todo lo que en Soares es angustia con fondo de calles, reflexión donde se percibe la respiración del que piensa, es en la prosa más bien fría de estos Escritos total silencio de fondo, un desnudamiento de tranvías y trajines que hace que las ansiosas reflexiones en torno a la propia ansiedad resulten ligeramente antipáticas en ocasiones, emocionalmente distantes casi siempre. Hay, con todo, momentos impagables, en especial cuando Pessoa se aplica al diseño de clasificaciones y listas. Por ejemplo,al ordenar los artistas por su grado de
nerviosismo (de menos a más, pintores, escultores, arquitectos, poetas, músicos) o al diseccionar comportamientos: «Un hombre que se contradice a sí mismo, lo hace... 1) por voluntad, y entonces se trata de un canalla inteligente; 2) después de haber pensado seriamente sobre las dos cosas, y entonces es un desequilibrado mental; 3) por incapacidad de pensamiento, y entonces es un imbécil».

Respecto a la cuestión principal, lo de menos, probablemente, sean las conclusiones a las que llega Pessoa. Que el genio involucra tres ideas, superioridad, originalidad y actividad; que el trabajo artístico es mórbido y antisocial; que el genio es locura, «megalomanía razonadora», pero locura «más suave y equilibrada»; que consiste en una asociación anormal de ideas; que el genio es sencillo, el creador «de una nueva simplicidad»... Para tales afirmaciones bastaría acudir a un manual de psicología de la época (aunque probablemente es taría mucho peor escrito). Lo que merece la pena del libro es el juego que parece transparentarse entre el deseo del autor de considerarse un loco, el secreto, o no tan secreto, anhelo de considerarse alguien anormal dotado para lo diferente, y el miedo a heredar la locura de su abuela, a no poder controlar el sentido de la profundidad de sus pensamientos. Esto es, el equilibrio entre el deseo y el temor, entre el juego literario y el juego vital, el debatirse entre el análisis sincero y la pose consciente por parte del maestro indiscutible de las poses de la literatura europea.



 

 



LITERATURA UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

Os ofrezco la reseña de la última obra de Amélie Nothomb, publicada en el suplemento Babelia (periódico El País) de este sábado, 8 de febrero:



Amé­lie Not­homb y el lo­bo fe­roz

 La ex­cén­tri­ca na­rra­do­ra bel­ga na­ci­da en Ja­pón se di­vier­te re­es­cri­bien­do la fá­bu­la Bar­ba Azul de Char­les Pe­rrault y la trans­for­ma en una bri­llan­te obra de ma­du­rez

 Por Ja­vier Apa­ri­cio May­deu


SE ESTRENÓ CON Hi­gie­ne del ase­sino (1992) in­tro­du­cien­do a un pre­mio No­bel de li­te­ra­tu­ra en una his­to­ria som­bría, y aho­ra pu­bli­ca Bar­ba Azul me­tien­do a una as­tu­ta don­ce­lla y a otro ase­sino, es­te su­ma­men­te hi­gié­ni­co y muy dis­tin­gui­do, en otra his­to­ria som­bría. En me­dio, una fre­né­ti­ca tra­yec­to­ria pro­lí­fe­ra de his­to­rias mar­ca­das por la ex­cen­tri­ci­dad, los sa­ga­ces y bri­llan­tes diá­lo­gos de guio­nis­ta del Holly­wood de los cua­ren­ta o cin­cuen­ta, y un ex­qui­si­to com­bi­na­do de mis­te­rio, fan­ta­sía y ab­sur­do siem­pre con una guin­da de ta­len­to en su in­te­rior. Cos­mé­ti­ca del enemi­go (2001) y su an­gus­tio­sa lu­cha dia­léc­ti­ca en­tre el em­pre­sa­rio An­gust y el in­cor­dian­te Tex­tor Te­xel; Es­tu­por y tem­blo­res (1999), su dia­tri­ba au­to­bio­grá­fi­ca con­tra el en­fer­mi­zo mun­do em­pre­sa­rial ja­po­nés, to­do un best se­ller in­ter­na­cio­nal, o Una for­ma de vi­da (2010) y su com­ba­te li­te­ra­rio en­tre una tal Amé­lie Not­homb y un sol­da­do con el que se es­cri­be mis­ti­fi­can­do las con­ven­cio­nes de la fic­ción, es­to es, un com­ba­te en­tre el au­tor y su lec­tor.
Ex­cén­tri­ca y pro­vo­ca­ti­va, Not­homb ha re­es­cri­to la fá­bu­la si­nies­tra de Pe­rrault, Bar­ba Azul, con el per­tur­ba­do aris­tó­cra­ta es­pa­ñol Ele­mi­rio (A)Ni­bal y (A)Míl­car y la jo­ven bel­ga Sa­tur­ni­ne Puis­sant (fuer­te, po­de­ro­sa) —los an­tro­pó­ni­mos de Not­homb son an­to­ló­gi­cos— que, ha­bi­tan­do en Pa­rís en ré­gi­men de coin­qui­li­na­to, van des­cu­brién­do­se el uno al otro de la mano de diá­lo­gos re­ga­dos siem­pre con cham­pag­ne y de­li­ran­tes dis­qui­si­cio­nes acer­ca de Eros (con Tá­na­tos al ace­cho por­que sin iró­ni­ca me­ta­fí­si­ca o sin mis­te­rios claus­tro­fó­bi­cos no se­ría Not­homb), de la In­qui­si­ción es­pa­ño­la, de la re­la­ción en­tre una cá­ma­ra Po­la­roid y la in­mor­ta­li­dad del al­ma o de la gas­tro­no­mía del hue­vo, la zar­zue­la y el ca­viar, y con ex­tra­via­das con­ver­sa­cio­nes so­bre teo­lo­gía mís­ti­ca, con el Ars Mag­na de Llull de li­bro de ca­be­ce­ra, y una lec­tu­ra pa­ró­di­ca de la Bi­blia y del pa­sa­do im­pe­rial, en una man­sión de­men­cial en la que las ar­ma­du­ras de oro con­vi­ven con la co­lec­ción de gor­gue­ras ba­rro­cas, las ca­mas con do­sel y una es­tan­cia prohi­bi­da que, jun­to al Ca­tá­lo­go uni­ver­sal de los co­lo­res de Amé­lie Ca­sus Be­lli y sus de­vas­ta­do­res efec­tos en la men­te de Ele­mi­rio, cons­ti­tu­ye el eje de la tra­ma, mo­ra­da en la que el qui­jo­tes­co aris­tó­cra­ta es­pa­ñol (“no me ne­ga­rá que el Qui­jo­te es el col­mo de lo es­pa­ñol”) en­car­na una de­for­ma­ción es­per­pén­ti­ca del mí­ti­co pa­sa­do glo­rio­so (y una me­tá­fo­ra de la se­nec­tud so­ber­bia, pe­ro per­tur­ba­da), y la jo­ven Sa­tur­ni­ne a Su­sa­na en­tre los vie­jos, a una as­tu­ta Ce­ni­cien­ta y al prag­má­ti­co pre­sen­te tec­no­ló­gi­co (y una me­tá­fo­ra de la ju­ven­tud frí­vo­la, pe­ro pers­pi­caz). El cuen­to del aris­tó­cra­ta ma­lo y la don­ce­lla bue­na, o de la Ca­pe­ru­ci­ta lis­ta ju­gan­do al aje­drez con el lo­bo fe­roz, o el cuen­to de có­mo se­ría la re­la­ción en­tre el so­ber­bio con­de-du­que de Oli­va­res y la as­tu­ta Ma­rion Co­ti­llard, en­tre de­li­cias cu­li­na­rias, cuar­tos os­cu­ros y al­gún ca­dá­ver en los pos­tres (¿el de Di­gi­ta­li­ne, “de ve­ne­no­sa be­lle­za”, por ejem­plo, una de las in­qui­li­nas des­apa­re­ci­das an­tes de que Sa­tur­ni­ne —Poi­rot— Puis­sant lle­ga­se?). Una fá­bu­la atroz de la sal­va­je na­tu­ra­le­za hu­ma­na que so­lo la cul­tu­ra (mi­to­lo­gía, ico­no­gra­fía y el hu­mor —“ad­mi­ro que co­ma tan­to y si­ga es­tan­do del­ga­da”, di­ce el an­fi­trión; “a eso se le lla­ma ju­ven­tud, ¿re­cuer­da?”, le dis­pa­ra la jo­ven­ci­ta co­mo un dar­do en­ve­ne­na­do; “el in­ven­tor del cham­pán ro­sa­do lo­gró jus­to lo con­tra­rio que la bús­que­da de los al­qui­mis­tas: trans­for­mó el oro en gra­na­di­na”, ase­gu­ra Ele­mi­rio—) pue­de do­mes­ti­car. Not­homb en ple­na for­ma. Lú­di­ca (“blu­sa cás­ca­ra de hue­vo de cue­llo me­ren­gue, en po­li­es­ti­reno ex­pan­di­do”), ex­tra­va­gan­te e iró­ni­ca (“el con­cep­to de sus­ti­tu­ción es­tá en la ba­se del desas­tre de la hu­ma­ni­dad. Fí­je­se en Job”), tra­vie­sa o per­ver­sa, pe­ro eru­di­ta y su­til.
Su Bar­ba Azul es una no­ve­la bre­ve —un di­ver­ti­men­to más pa­ra su co­lec­ción, di­rán al­gu­nos aña­dien­do “me­ro” an­tes de “di­ver­ti­men­to”—, pe­ro real­men­te im­por­tan­te en su im­pa­ra­ble tra­yec­to­ria. Tal vez es­te­mos an­te una obra sin­té­ti­ca pre­ci­sa­men­te por­que es una obra de au­tén­ti­ca ma­du­rez, co­mo si Not­homb fue­ra el pia­nis­ta vir­tuo­so que ya to­ca a la per­fec­ción y se per­mi­te li­cen­cias cóm­pli­ces con su mo­do de in­ter­pre­tar sa­bién­do­se de me­mo­ria la par­ti­tu­ra por­que la ha ima­gi­na­do an­tes de sa­lir al es­ce­na­rio en blan­co de la pá­gi­na Word de su or­de­na­dor. La in­fa­ti­ga­ble ima­gi­na­ción de la au­to­ra se di­vier­te aquí ju­gan­do al ga­to y al ra­tón con el lec­tor, que siem­pre en sus no­ve­las in­ter­pre­ta el rol del ra­tón, y que así sea por mu­chos años, pe­ro en reali­dad he aquí el com­ba­te de es­gri­ma en­tre do­ña Amé­lie Not­homb y su pro­pio y bri­llan­te in­ge­nio. Que el lec­tor juz­gue quién ha ven­ci­do (ah, pe­ro que no se pier­da la co­lec­ción de vír­ge­nes de Sa­la­man­ca ali­nea­das so­bre un te­le­vi­sor).