martes, 17 de junio de 2014

LITERATURA UNIVERSAL: LA TRADUCCIÓN

Os ofrezco un artículo publicado el 17 de junio en El Mundo:


Intraducible:

Adj. Del lat. ‘traducere’, ‘pasar de un lado a otro’. Que no se puede traducir. O sí, sí se puede traducir, pero nunca se entenderá del todo bien el matiz, la connotación, ese nosequé que hace, por ejemplo, que la palabra española vergüenza esté en algún lugar intermedio entre shame y modesty y, a la vez, signifique mucho más. Véase también: Diccionario deintraducibles, con versiones en inglés y francés. Uno de sus impulsores, Jacques Lezra, es madrileño, medio sefardí, medio estadounidense, y profesor de la NYU. Un intraducible andante, dice él mismo.

¿Quién no ha pensado con angustia en los estudiantes de español que llegan desde el inglés, el francés o el alemán y descubren que sus to be, être y sein se desdoblan en una cosa que se llama ser y otra cosa que se llama estar, que no significan nada en concreto pero que tienen bien delimitadas sus jurisdicciones? Puede ser aún peor, porque en portugués hay un tercer verbo copulativo, ficar, que está más cerca de estar que de ser. ¿Y qué significa esto de tener un ser y un estar? ¿Nos cambia en algo la vida, la manera de ordenar nuestras ideas?

Los interesados pueden buscar la respuesta en el Vocabulaire européen des philosophies: Dictionnaire des intraduisibles, un proyecto que arrancó en Francia en 2004 bajo la dirección de Barbara Cassin y que esta primavera ha aparecido en una nueva versión en inglés con el título de Dictionary of untranslatables. 400 entradas, 12 idiomas, 150 colaboradores, más de una década de trabajo… Que nadie espere una simple relación de modismos fotogénicos: Zeitgeist, saudade y ese tipo de palabras. No: cada intraducible da pie a un ensayo entre la Lingüística y la Filosofía sobre el origen de la palabra y las connotaciones que las separan de sus traducciones. El caso, por ejemplo, de la española vergüenza que está a mitad de camino entre shame y modesty pero que no es exactamente ninguna de las dos.

El coordinador de la edición inglesa se llama Jacques Lezra, nació y creció en Madrid y es profesor de Literatura Comparada de la NYU. «En casa hablábamos inglés –mi madre es norteamericana–, y en el colegio y en la calle, castellano. Los veranos los pasábamos en Tánger, donde vivían mis abuelos paternos. Soy, por ese lado, de familia sefardita. Tánger es, y era de forma algo distinta en esos años, un entorno riquísimo: un hervidero de idiomas, religiones, ideologías, prácticas sexuales, historias… En casa de mis abuelos se hablaba castellano, árabe, algo de ladino, inglés, la jaquetía (el idioma de la comunidad judía de Marruecos, una forma dialectal del ladino) y, sobre todo, el francés. Era el mundo de Ángel Vázquez, el de La vida perra de Juanita Narboni. Pues esa especie de bullir de lenguas, de experiencia babélica, de que todo se podía decir de más de una forma, en más de un idioma, con fines y con consecuencias distintas, ese estar-en-muchas-lenguas es lo que más me ha marcado. Es lo que escogería, ese errar de lengua en lengua, como si yo también fuera una palabra un poco intraducible».

Ya tenemos sujeto. Ahora, vamos al predicado. Las grandes preguntas que surgen del Diccionario de intraducibles son las de siempre: ¿condiciona un idioma la manera de vivir de sus hablantes? El vocabulario, la sintaxis… ¿Hay una reflejo entre las estructuras laxas del inglés y la tradición liberal-positivista, por poner un ejemplo? O la sonoridad: vivir en un idioma melodioso como el italiano, ¿convierte a sus hablantes en gente alegre y teatral?

En resumen, no: «Esa idea tiene que ver con un nombre, [el del antropólogo] Franz Boas, y, dentro de la filosofia del lenguaje, con la llamada hipótesis Whorf-Sapir. Controvertidísimos las dos. Vamos a exagerar un poco y llevar al absurdo el argumento: El idioma-mundo del alemán nos ofrece la posibilidad de diferir la acción, de postergar el verbo, hasta el final de la frase. Eso debería implicar toda una forma de ver el mundo, un concepto del tiempo propio, un pensamiento y una experiencia de la posible extensión del momento, del valor añadido de la descripción y del adjetivo, que son aspectos de la frase que nos mantienen, trémulos, en el instante o en el sustantivo, sin acceder a la acción. Ésta, la acción, llegará, como para aclarar las cosas, en el último momento. En resumen, el alemán sería el idioma del apocalipsis, y las instituciones alemanas, infinitamente dilatadas, facilitarían el infinito demorar de la decisión. En cambio, el latín permite una enorme flexibilidad en cuanto a la posición en la frase de tal o cual vocablo; le correspondería, suponemos, una mayor flexibilidad social que al árabe o al hebreo».

Y continúa: «En castellano decimos: ‘Se me cayó el vaso’, y en inglés, ‘I dropped the glass’. De la expresión castellana se podría concluir que el hispanoparlante tiene poco sentido de la responsabilidad por la expresión impersonal-reflexiva. Diríamos que, o bien el idioma le lleva a una posición de irresponsabilidad, o bien refleja, en la sintaxis, esa misma disposición anímica. El inglés, en cambio, parecería ofrecernos un sujeto que asume sus acciones, para el cual no caben ambigüedades, y cuyo idioma-mundo ofrecería instituciones ordenadas, y jerárquicamente transparentes. El hispanoparlante, armado de sus dos verbos existenciales, ser y estar, existe en el mundo (temporal, físicamente) de forma distinta al angloparlante o al germano, que no gozan más que de una: ‘He is stupid’ o ‘he is silly’ pueden ser ‘está tonto’ o ‘es tonto’, y el hispanoparlante consigue así una distinción que los que hablan otros idiomas no podrán entender…».

Pero no: «Descreo de este esquema, tanto del esquema filosófico, limitado y contradictorio, como del antropológico, que me parece en el fondo racista. No existen, que yo sepa, diferencias psíquicas, institucionales, culturales, sociales o raciales, que se puedan atribuir a variaciones lingüísticas de este nivel. Pongamos la frase de Rousseau, «L’homme est né libre, et partout il est dans les fers», donde el verbo copulativo être, usado por Rousseau dos veces en paralelo, nos lleva en castellano primero hacia el ser (‘El hombre es libre cuando nace, el hombre nace libre…’), y después hacia el estar (‘…el hombre está, se encuentra, encadenado’). La diferencia no es ninguna tontería pero no expresará, jamás, una condición ontológica, existencial, caracterológica, que distingue a priori al hispanoparlante del francófono: un español nace tan libre como un francés, o nace prisionero, o consigue librarse antes que aquél de los hierros que lo encadenan, pero por razones circunstanciales, no lingüísticas. Para mí –y creo, para el grupo de Cassin en general– el relativismo lingüístico (la idea que el idioma condiciona la manera de ver el mundo, y que por consiguiente lo que experimenta, digamos, el transeúnte griego, es un mundo distinto del que experimenta un marroquí), que puede parecer casi una evidencia, nace en realidad o bien de presupuestos ideológicos que lo hacen insostenible, o de una incoherencia, o de los dos. Y se debe abandonar».

¿Y hay alguna explicación de por qué unos idiomas se hacen más complejos que otros? «Habría mucho que decir al respecto, empezando por un cuestionamiento del concepto de la relativa complejidad de los idiomas. Nos acecha la tautología. Los idiomas son instrumentos: sirven para lo que sirven. No hay un idioma que sea más o menos filosófico, o complejo, o abstracto, que otro. Es indiscutible, no quisiera negarlo, que hay idiomas con más palabras que otros, e idiomas con una sintaxis que puede parecer mucho más flexible o más rígida o menos sistemática. Lo preocupante de la escala de relativa complejidad es que es impensable fuera del patrón ideológico que heredamos de la ilustración europea, en el que prima la complejidad, asociada con ciertas tradiciones y con ciertas preguntas, y con determinados idiomas—los idiomas clásicos, el alemán, el francés… y muy poquitos más: hasta el inglés, idioma de mercaderes, no da la talla. Lo que muestra el Diccionario es que no hay idioma intrínsecamente más o menos filosófico que otro, y que empezamos a filosofar en el momento en que tomamos conciencia de este hecho, y abordamos sus consecuencias».

Última pregunta: ¿no es un poco desalentador ver todas estas precisiones intraducibles y pretender llevar un texto poético o filosófico de un idioma a otro? «He sido traductor y, con este proyecto, me he convertido en editor y un poco en superego de traductores. Y la sensación no es de desánimo, sino casi lo contrario. En el momento en que abandonamos el mito de la perfecta traducibilidad del idioma –se dice fácil, pero no lo es, ni por asomo– podemos acogernos a la complejidad de connotaciones y aprovechar de ella para crear traducciones útiles, bellas, efectivas, interesantes, controvertidas, polemizantes, adecuadas al momento histórico… Es decir, que la casi infinita complejidad de las connotaciones y hasta de las denotaciones, de los conceptos, que a veces manejamos sin pensarlo demasiado, llega a ser fuente de placeres, de usos y de sentidos insospechados. Este diccionario es una especie de caja mágica donde, buscando un poco, topamos con lo lingüísticamente inesperado e incontrolable».

Luis Alemany Madrid.



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